El último kilómetro
Los primeros pasos son difíciles, duelen, y que no fue en balde que alguien dijo alguna vez que una de las partes más duras de iniciar una carrera es levantarse y ponerse los zapatos
Vas avanzando, tienes un destino y una meta definidos. Ya lo has hecho antes, aunque quizás no con la persistencia debida, pero recientemente, obligado por las circunstancias, has logrado convertirlo en tu rutina, en algo regular, casi diario, que ves como absolutamente indispensable para alcanzar los objetivos que te has trazado. Por eso sabes que los primeros pasos son difíciles, duelen, y que no fue en balde que alguien dijo alguna vez que una de las partes más duras de iniciar una carrera es levantarse y ponerse los zapatos.
Tus primeras zancadas las das con calma, a tu ritmo. Es lo que la prudencia te exige, pues ya antes te han hecho zancadillas o has dado traspiés que te han dejado herido y tumbado en el piso.
Estás midiendo el terreno, vas analizando los eventuales baches y desniveles, y estás preparando tu cuerpo y tu mente para los que, tú lo anticipas, serán los tramos más exigentes. La ruta es parecida a otras que ya has recorrido, pero no es exactamente igual, es nueva y presenta retos y aprendizajes diferentes, mucho más difíciles.
De todos modos, sabes que ahora, como antes, la batalla no es contra los demás, mucho menos contra los que corren a tu lado, sino contra ti mismo, contra tu propia apatía, contra tu propia indolencia, contra tu propia apatía, y también que, si eres sincero, más que lo que hagan o dejen de hacer los otros, lo importante es lo que hagas tú.
Afuera hay obstáculos, pero no enemigos. Tu único y principal adversario eres tú mismo, y la diferencia entre el éxito o el fracaso no depende de lo que te digan o impongan los demás, no depende de discursos ni de proclamas ajenas, pues no puedes colgar tus anhelos de los hombros de nadie, así que la línea la trazas tú, y tu victoria o tu derrota se deberán únicamente a tu propia voluntad y al empeño que tú pongas en llegar a tu destino.
Continúas. El cuerpo, la mente y el corazón se adaptan a una cadencia que te permite moverte de manera mucho más efectiva, con más energía y rapidez. Mientras avanzas, ves que algunos se retiran, se desilusionan o no pueden más, también que a otros los sacan de la carrera por la fuerza y que otros, demasiados, caen al suelo para no levantarse más.
No quieres que te ocurra lo mismo, y ponderas tus opciones. En tus manos está la decisión: seguir o renunciar, perseguir tu sueño o dejarte vencer por el miedo, pero como no hay juez más implacable que la propia conciencia, y tú lo sabes, decides continuar. Se lo debes a los que no tienen tu fuerza o tus posibilidades, se lo debes a los que se perdieron en la ruta, se lo debes a los que cayeron, pero por encima de todo te lo debes a ti mismo, y no quieres pasar tus noches en vela reprochándote que cuando más era necesario, renunciaste a la posibilidad de la victoria.
Sigues. No lo parece, pero pasa el tiempo y, aunque la meta aún no está a la vista, cuando miras hacia atrás te das cuenta de que has recorrido mucho más de lo que creías. Has superado obstáculos que antes te parecía imposible superar, has logrado lo que nunca antes habías logrado y, lo que es mejor, te das cuenta de que todavía tienes la energía necesaria para seguir adelante.
El mundo tiene los ojos puestos sobre ti, y el futuro te demanda persistencia. Fluye en ti la adrenalina y sabes que ya no importa lo escarpada o lo difícil que se vuelva la ruta, tú puedes terminarla, tú puedes lograr el objetivo, tú puedes vencer cualquier adversidad.
Pero no todo son buenas noticias. La carrera se prolonga más de lo que esperabas. Cada segundo parece un día y cada minuto un siglo. Cuando ya crees que la línea final está cerca, un giro en el camino te revela que la última parte de tu recorrido, ese último y difícil kilómetro restante, está compuesto por marcadas curvas y pendientes, por oscuros recovecos llenos de ocultos peligros y por subidas pronunciadas y traicioneras que parecen diseñadas, y en efecto es así, para desanimarte. Todo el que ha librado estas batallas de largo aliento sabe que ese último kilómetro, esos últimos metros, son los más complicados, los más duros, y que es durante su recorrido cuando más fácil es dejarse llevar por el desaliento y la desesperanza.
De nuevo, la decisión está en tus manos. Desde las gradas, muchos te gritan que continúes, pues saben tu victoria será a la vez la victoria de todos; otros te ruegan y hasta te exigen que te detengas, porque les interesa que te dejes vencer y también que dejes que sean otros los que decidan tu destino. Pero ya nada importa. A estas alturas lo único que escuchas son tus pensamientos y el rítmico y pesado latido de tu corazón acelerado.
Empiezas a sentir que te faltan las fuerzas, y las heridas y marcas que en ti ha dejado la larga brega empiezan a cobrarte sus cuotas. Todo indica que vas a ceder, que te vas a rendir, pues la derrota te muestra sus galas más seductoras y la victoria se te antoja escurridiza y evasiva. Tu avance se hace más lento y más torpe, y el dolor y la frustración que sientes comienzan a parecerte insoportables.
Te cuestionas tus motivos, te reclamas a ti mismo, e incluso te insultas, por haberte dejado seducir por el sueño, que ahora te parece absurdo, de alcanzar esa meta que, incluso estando tan próxima, en este momento te parece inalcanzable.
Tu mente te tortura, te hace fantasear con la falsa paz del perezoso, del ajeno, del indolente, y de pronto te das cuenta de que has llegado a ese umbral en el que un simple “sí”, o un simple “no”, pueden significar todo un universo de diferencia.
Ya a punto de rendirte, vencido y avergonzado, tu mirada, que hasta ese momento se había mantenido baja y cansada, se levanta. Allá, un poco más adelante, claramente visible bajo la luz del sol y a muy poca distancia, ves el estandarte que corona tu recorrido. En este se lee, justo sobre la línea de llegada, la palabra “libertad”.
¿O ustedes pensaban que les hablaba de un maratón o de algo así?
Respiras profundo, llenas tus pulmones con el oxígeno que sentías perdido y redoblas con entereza y valentía tu paso. El cansancio, el miedo y el dolor desaparecen y avanzas veloz y orgulloso, como si apenas estuvieses empezando el recorrido.
Ya nada puede detenerte. Ya nada puede detenernos. Sigamos. El precio es alto, pero el premio, que es la libertad de toda una nación, lo vale.
«Ahora, como antes, la batalla no es contra los demás, mucho menos contra los que corren a tu lado, sino contra ti mismo, contra tu propia apatía, contra tu propia indolencia, contra tu propia apatía…»