A Lugo hay que agradecerle, no solo porque le mostró al mundo el verdadero talante del madurismo radical, sino porque permitió que Julio le diera, respondiendo como pocos hubiesen respondido, una lección al país y a sus subalternos
Confieso que apenas vi las imágenes de Vladimir Lugo (no lo voy a llamar “coronel”, porque bien saben los militares que me lean que el rango y la autoridad dependen más del respeto ganado con esfuerzo que de una simple adjudicación acomodaticia) carajeando a Julio Borges (al que sí podemos llamar, porque catorce millones de venezolanos así lo dispusieron, diputado y presidente de la Asamblea Nacional de la República Bolivariana de Venezuela), se me mezclaron las emociones de maneras no aptas para menores.
Por una parte, estaba Julio, reclamando con calculada mesura las agresiones sufridas por varias diputadas que quisieron impedir la barrabasada, vaya usted a saber cuál era, que pretendía ese día el gobierno, introduciendo sin permiso de nadie esas cajas en la AN; y por el otro estaba este individuo alzado, visiblemente asustado en su agresividad y portando un uniforme que, según se vea, le queda pequeño, ya que su abombado porte revela que al menos en su casa el “rancho” no falta; o muy grande, ya que dudo mucho que cuando en 1937 le escamotearon el lema a la Guardia Civil española (que fue la que le sirvió a López Contreras de modelo para fundar la GNB) se le atribuyera al honor como divisa el sentido que Lugo hizo patente en sus más recientes quince minutos de fama.
Sin darse cuenta, ambos encarnaban la metáfora más exacta de la realidad venezolana actual: el poder civil, soberano y electo democráticamente, el que representa el respeto a las leyes y a la voluntad del pueblo, opuesto a la obtusa bota militar, a la irracionalidad ciega y sumisa de la obediencia a ultranza, a la fuerza que fue puesta allí por el capricho de unos pocos solo para cuidar, al parecer, los intereses de esos pocos. La ciudadanía hablando pausada y en paz, pero en clave de justo reclamo, y las armas vociferando, manoteando, cerrando puertas, destruyendo puentes y respondiendo a todo alegato y a toda razón con su único instrumento, como es la violencia. Fueron Julio y Lugo, sin percatarse, Apolo y Ares (o Hades, si a la elevada cifra de asesinatos recientes nos vamos) enfrentados frente a frente. Bueno, no soy justo, pues dudo mucho que Ares hubiese esperado hasta que Apolo estuviese de espaldas para asestarle un empujón. En fin…
Decía que las primeras emociones que me nacieron tras el lance no eran aptas para menores. Cuando yo era niño, si a cualquiera de mis compañeros de colegio se le hubiera ocurrido empujar por la espalda a otro tras una discusión finalizada, el agresor se hubiera ido a su casa al menos con un ojo morado y probablemente con algunos dientes menos. Creo que pocos de los venezolanos que nos indignamos con la escena y nos imaginamos en los zapatos de Julio no pensamos, impulsivos y al menos como primera reacción, que lo que correspondía en ese momento era devolverle al exaltado un par de bofetadas “pedagógicas” (la cobardía no es digna de puños, sino de cachetadas) para “ponerlo en su sitio”. Aunque hablo por mí, estoy seguro de que muchos, y muchas, desde la cintura y sin mucho pensar fantasearon, sin medir el escenario ni las consecuencias, con la que hubiera sido su reacción más primitiva e inmediata ante el abuso y el insulto no solo contra Julio, sino contra Venezuela entera, que supuso el malhadado empujón uniformado.
Pero gracias a Dios, Julio no respondió como a muchos de nosotros, y quizás también a él, nos lo exigían las tripas en ese primer momento de arrebato. Si así lo hubiera hecho, se habría quizás ganado una pequeña batalla por la dignidad, pero a la larga habríamos perdido, para mal de todos, la guerra. La violencia no es el camino. Lugo demostró que su mise-en-scène fue completamente deliberada, e incluso procuró que quedara registrada en video, y hasta se atrevió a divulgarla, y esto evidencia que su bravata no fue producto del calor del momento ni improvisada. Estaba provocando en Julio, y en todos los que él sabía que verían su exabrupto, una reacción que le permitiese demostrar al mundo lo que tanto él, como sus cómplices de tropelías, han tratado de venderle a propios y a ajenos desde que empezaron las protestas todo el país en abril de este año: que la oposición es “violenta” y “terrorista” o, al menos, tan violenta e irracional como lo son el gobierno y sus secuaces.
Pero a Lugo, el tiro, menos mal, le salió por la culata. No solo por la demostración de autocontrol de Julio, que puede haber sentido miedo en ese momento como cualquiera de nosotros (no conozco a nadie sensato que ante la inminencia de una confrontación física no lo sienta), pero que aún así no se dejó llevar por sus impulsos; no solo porque Lugo no logró su objetivo deliberado de mostrarnos a todos, representados en ese momento por Julio, como iguales a él, o porque no logró asustar, sino por el contrario enfurecer a la ciudadanía, sino además porque en toda la charada se nos ha escapado un detalle que es en realidad mucho más revelador e importante: la expresión y los gestos de los demás uniformados captados en cámara, subordinados de Lugo, que contemplaron en silencio toda la escena.
No soy psicólogo ni mucho menos, tampoco me sumo a las filas de los “carólogos”, que tanto abundan en estos días, pero ya voy a llegar a mi medio cupón y alguna experiencia he acumulado en la vida, y lo que yo percibí es que esos otros uniformados, y seguramente todos los demás que estaban allí y no aparecen en video, estaban francamente avergonzados por lo que ocurría. Y aquel empujón final, de espaldas, a traición y sobre seguro, les indignó tanto, meto mi mano en el fuego por ello, como al que más, al punto de que hasta al efectivo que guardaba la puerta no le quedó más, al final del suceso, que bajar brevemente la mirada.
Y es que cuando la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela te dice que el poder militar (Lugo) está sujeto a la autoridad civil (Borges), que la Fuerza Armada Nacional es y debe ser esencialmente profesional, sin militancia política; que está al servicio exclusivo de la nación y que en ningún caso debe estar sometida a los caprichos de personas o de parcialidad política alguna, es poco lo que unos galones, una medalla inmerecida, un grito asustado o los manotazos e insultos vestidos de verde pueden en contra. Incluso sin tomar en cuenta la humana indignación que a cualquier ser humano normal le producen este tipo de actitudes, en quien sea, incluso si estos avergonzados uniformados han sido sujetos a una extrema ideologización, ni siquiera ellos escapan al hecho de que esa, la que le impone aquellos deberes y límites a las Fuerzas Armadas, es la Constitución de Chávez, la que él mismo dijo en vida que “duraría mil años” y que era “la mejor Constitución del mundo”. Si es así, ¿quién carrizo es este “comandante de unidad”, por muchos galones que tenga, para estar pisoteándola a su antojo?, ¿quién es él para desconocer sus órdenes?, ¿o es que acaso Lugo no sabe que esta misma Constitución Bolivariana, aprobada ésta sí por el pueblo soberano, dispone en el numeral 21º de su artículo 187 que la AN, representada por Borges, es la que tiene la competencia para organizar su servicio de seguridad interna, y que eso implica que si a los diputados les place la GNB debe salir del Palacio Federal Legislativo como “corcho de limonada”, relegada a resguardar solo la seguridad externa de la AN, lo que, por cierto, tampoco hace?
A Lugo hay que darle las gracias. No solo porque le mostró al mundo el verdadero talante del madurismo radical, sino porque permitió que Julio le diera, respondiendo como pocos hubiesen respondido, una lección al país y a sus subalternos. Nada cae en saco roto, y ya está claro de qué lado está la violencia. Los que allí estuvieron, y los que vieron lo ocurrido, seguramente ya estarán comparando actitudes y ponderando, así sea in pectore, si van a sumar sus anhelos a los de las mayorías que exigen un cambio de rumbo en el país, si van a compartir a los sueños de los que masivamente exigen respeto a la Constitución y a la ley, o si prefieren quedarse como están, cumpliendo órdenes, avergonzados y al margen, pero a la espera (porque así paga el diablo quien le sirve) de su respectivo y cobarde empujón por la espalda.
«La ciudadanía hablando pausada y en paz, pero en clave de justo reclamo, y las armas vociferando, manoteando, cerrando puertas, destruyendo puentes y respondiendo a todo alegato y a toda razón con su único instrumento, como es la violencia…»
Gonzalo Himiob Santomé