Números más, números menos, la jugada de la constituyente, y el gobierno de Maduro en general, se enfrentan a un amplísimo margen de rechazo que supera cualquier límite histórico
Es muy difícil interpretar el sentir popular en estos días en Venezuela. Las encuestas, focus groups y análisis especializados presentan proyecciones y algunos datos objetivos. En todos los casos, números más o números menos, lo cierto es que la jugada de la constituyente, y el gobierno de Maduro en general, se enfrentan a un amplísimo margen de rechazo que supera cualquier límite histórico previo. A los oficialistas nadie, o casi nadie, les cree sus cuentos. Esto además se sustenta en una realidad incuestionable: Entre marchas, trancazos y represión desmedida, entre los ofensivos bailes de Maduro sobre la sangre de los asesinados y el bombardeo de información, rumores y cuentos de camino con el que nos bombardean las redes sociales, la economía sigue en caída libre y, seas demócrata u oficialista, poner el pan en la mesa cada día se ha convertido en una verdadera proeza.
Sin desconocer que la maldad ha tenido en el país una infinita capacidad de invención y de adaptación, agotando en nosotros cualquier posibilidad de sorpresa, al parecer las cartas tanto de la oposición como del gobierno ya están todas sobre la mesa. Maduro, mientras a duras penas se mantiene a flote de la mano, básicamente, de la GNB, de la PNB y de los grupos paramilitares que aúpa y premia en sus felonías, ha puesto todos sus huevos en la canasta de su írrita constituyente, articulada de espaldas al pueblo y llamada a erigirse en un “mega poder” por encima de todos los demás si es que llega a instalarse. Los demócratas han apelado por su parte a su herramienta más poderosa: La expresión de la voluntad popular a través de la participación masiva en un plebiscito que, aunque sin el concurso del CNE (a final de cuentas no lo necesita) enviará un mensaje claro de superioridad y de fuerza a propios y a ajenos y puede, también en caso de concretarse, tener efectos devastadores para el gobierno.
Que la constituyente convocada por Maduro es ilegal e inconstitucional lo saben hasta los mismos oficialistas. Eso no quiere decir que, en esos grupos, incluso en los que el fanatismo no es más que simple acomodo, vayan a encontrar los demócratas eco, empatía ni resonancia. Pese a que en los sectores menos radicales del chavismo-madurismo se la acepta a regañadientes, también se ve a la constituyente como una última tabla de salvación, y no del famoso “legado de Chávez”, que ya se da por perdido, sino de las cuotas y prebendas de las que han disfrutado por ya casi dos décadas. Pero hay algo más. Factores de poder (económico, mediático, social y político) que han abarrotado sus arcas a la sombra de la “revolución”, tienen muy claro que un eventual cambio político puede no solo privarlos de sus riquezas y de las comodidades que, de espaldas al pueblo, han acumulado durante años, sino además puede hacerles dar con sus huesos en la cárcel, o algo peor.
En 2010, en el ensayo de mi autoría titulado “El gobierno de la intolerancia”, publicado por El Nacional, adelanté que desde que Chávez se montó en el poder, armado con su inocultable resentimiento, su inveterada intolerancia y sus actos de persecución, agresión y de desprecio hacia los “otros”, a los que nunca tuvo siquiera como seres humanos, tarde o temprano se iba a generar en sus destinatarios una respuesta distinta de la del miedo. Advertí que todo tiene un límite y sobre el peligro de que, desde el padecimiento de tantos abusos, comenzase a gestarse en el resto de la ciudadanía, en la que no cree o jamás creyó en la “revolución”, una “intolerancia inversa” en la que, ahora desde este lado, a los oficialistas se les empezaría a desconocer hasta su más elemental humanidad, con todo lo que esto entraña.
Las consecuencias de la sistemática y continua acción intolerante desde el poder, representadas en primero el miedo, y después, en la ira igualmente intolerante que hoy por hoy se percibe en las mayorías contra quienes, pese a los arabescos y florituras tras los que se escuden, son percibidos, con sobradas razones además, como los culpables directos de todos nuestros males ya llegaron, ya están aquí. Chávez fue, indiscutiblemente, un gran titiritero que apuntaló su proyecto político no en el argumento ni en la razón, sino en las vísceras y en el resentimiento, y supo remover y utilizar hábilmente las tripas, llamémoslas las “emociones” que no las “razones”, de una colectividad hastiada de afrentas reales o imaginarias hasta que la muerte se lo llevó. Maduro intentó sin éxito (no tiene el carisma, la malicia –no digamos la “maldad”, que es otra cosa- ni la astucia de su predecesor) servirse de las mismas armas, pero el viento que ahora cosecha estas tempestades ya estaba sembrado, y de tanto recurrir al odio ha terminado recibiendo, él y sus muy pocos seguidores, lo mismo que primero Chávez, y luego él, repartieron a manos llenas: Más odio y más rencor, pero multiplicado, ahora, por millones.
Si en Miraflores hubiera menos desespero, menos miedo, y más razón y visión a largo plazo, hace rato que Maduro hubiera dejado de acorralar y de perseguir a los demócratas de la manera en que lo ha hecho y lo sigue haciendo. Algunas concesiones, para el gobierno provechosas desde el punto de vista del costo-beneficio, tales como la liberación total e incondicional de los presos políticos, o la de permitir que la AN, electa por más de catorce millones de venezolanos, ejerciera sus funciones con relativa normalidad, lo hubieran oxigenado mucho más que cualquier intento de “diálogo” trampeado. Dejar que la gente proteste y manifieste contra el poder sin limitarla ni criminalizarla, y amarrar a los perros de presa (llámense GNB, PNB o paramilitares) hubiese sido suficiente para al menos brindarle un mínimo barniz de legitimidad que al gobierno le ganaría tiempo y le permitiría un pequeño espacio de maniobra, al menos hasta el 2018. Si en lugar de reprimir una marcha hasta cualquier órgano del poder público, nos hubiesen dejado llegar a esas sedes, como corresponde, a consignar nuestros pliegos de peticiones en paz, y si éstas hubiesen sido al menos en parte escuchadas, la historia sería hoy completamente diferente.
Pero la realidad ha sido otra, y Maduro ha optado claramente por la persistencia en sus errores. La constituyente, avalada no por el pueblo sino por un TSJ que no para de avergonzarnos, las agresiones recientes a la AN, los miles de presos por manifestar, la violencia y la represión desbordadas, los militares juzgando a civiles, las torturas y los asesinatos por motivos políticos lo demuestran. Y esto ha sido, a la larga, perjudicial primero para nación entera, que cada día que pasa nutre su ánimo vindicativo y cree menos en transiciones concertadas en las que puedan auspiciarse (como ha ocurrido en otros lugares y momentos, en aras de la paz general) algunas impunidades, y luego muy especialmente para los propios chavistas-maduristas, civiles o militares, que de tanto cerrarle las puertas en las narices a los demás, de tanto burlarse y de tanto pisotear la sangre del pueblo derramada, no se dieron cuenta a tiempo de que, a la vez, se las estaban cerrando también a ellos mismos. Cuando les toque salir de este cuarto, que les tocará, no tendrán por dónde ni cómo hacerlo.
Las amenazas ya están claras, de lado y lado, y la batalla fue llevada sin necesidad por el poder a un escenario en el que el “todo o nada” es la alternativa más a la mano. Ojalá me equivoque, porque las consecuencias a largo plazo serían nefastas, pero creo que ya llegamos a ese punto de no retorno en el que la concertación ya no es más que un espejismo y en el que si los demócratas cedemos el terreno, lo que nos espera es más cárcel, más persecución y hasta la muerte, mientras que si es el gobierno el que cae en la contienda, habrán perdido sus defensores y representantes toda posibilidad de supervivencia política, así sea minoritaria y simbólica, y no les quedará más que enfrentar un inexorable destino tras las rejas o expuestos a la ira desbordada y mayoritaria de un pueblo al que, lamentablemente, no le han dejado más salidas que las del odio y la venganza.
«Chávez fue, indiscutiblemente, un gran titiritero que apuntaló su proyecto político no en el argumento ni en la razón, sino en las vísceras y en el resentimiento…»