EL ESPECTADOR: Casa de sangre y cenizas

 

José Gabriel Núñez cumple 80 años y ya se los están celebrando sus alumnos y su familia elegida

Un pais sin teatro es un país sin alma, o, como enseña Federico García Lorca, el teatro es uno de los más expresivos y útiles instrumentos para la edificación de un país y el barómetro que marca su grandeza o su descenso.

¿Y como está el teatro de nuestra cara Venezuela? Hay varias respuestas, pero no es el momento para publicarlas. Mientras  tanto hay que destacar el periplo de José Gabriel Núñez (Cumaná, 29 de octubre de 1937), autor de obras de denuncia contra el opresor y a favor de los oprimidos, como lo ha advertido el director y actor Jhonny Romero, cuya tesis de grado, para la Universidad Nacional Experimental de las Artes, fue desentrañar los elementos políticos y sociales que yacen en cinco piezas de este dramaturgo que estudió  y llegó  incluso a escenificar una de ellas.

Dramaturgia comprometida

Tal es el caso de Casa de sangre y cenizas, en la que Núñez utiliza a una criada para narrar, alternadamente ante un periodista, las historias pasadas o transcurridas en una casona, ubicada en un pueblo de alguna provincia venezolana en los tiempos de una dictadura (desde Castro hasta Pérez Jiménez), de la que no quedan sino recuerdos del antiguo esplendor de aquel hogar, los cuales se corporizan y revelan lo ocurrido años atrás. Es un monumental flashback, como en el cine, con un ensamblaje de tres amargas historias de amor: la madre y el padre, la hija y su rebelde novio universitario y el varoncito de la familia enredado con el sirviente; un trío romántico en medio de complejas relaciones sociales, de dominación total, hasta que todo se rompe y el muchacho muere tiroteado en la habitación de un burdel, porque su papá se entera que su vástago no puede hacer nada con la ramera, ya que es homosexual, tras enterarse de sus picardías homoeróticas.

Cuando Romero leyó Casa de sangre y cenizas se emocionó porque entrevió lo complicado del trabajo de dirección que exigía esa obra que se realiza en dos tiempos, quedando la posibilidad de representar la casa como una propuesta hiperrealista. La casa, que propone del texto, es “una casa de verdad” (un livingroom que se transforma en lupanar), trasladada al escenario, lo cual se convirtió en el asunto “más escabroso” de la producción, como ha contado Romero.

Pero la puesta en escena que propone y realiza felizmente el director va más allá. No es un espectáculo fácil de lograr a satisfacción por las mismas características estructurales del texto, especialmente las dos temporalidades, pero hay que resaltar que el elenco hace todo lo posible por convencer con su trabajo digno, como lo atestiguamos en dos oportunidades: una en la sala del Trasnocho Cultural y otra en Rajatabla donde hace temporada.

Ahí, pues, están: Juan Carlos Lira, Naír Borges, Sandra Yajure, Flor Colmenares, Luis Ernesto Rodríguez, Orlandys Suárez (una verdadera revelación), Maiker Pereira, Carlos Enrique Pérez, Francisco Obando y David Vincent, quienes conforman el aguerrido elenco de este dramón, donde se entrecruzan esas sagas románticas, desarrolladas en medio de las luchas estudiantiles y la nefasta intolerancia de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez. Johnny Romero, pues, se propuso materializar su reto y lo logró satisfactoriamente. Con un elenco más profesional habría tenido mayor fuerza su trabajo, pero eso era lo que tenía.

Medio siglo

Medio siglo tiene José Gabriel Núñez en los avatares del teatro y es por eso que su familia elegida le festeja sus 80 años de vida con Casa de sombras y cenizas, la cual ahora hace una breve temporada en la sala Rajatabla,  que inventó y catapultó el ya legendario Carlos Giménez. Hay que recordar que hace 50 años, Núñez estrenó su primera obra, Los peces del acuario. Fue en Puerto La Cruz, aquel 27 de abril de 1967. Al día siguiente lo presentaron en Cumaná. Los había invitado la Dirección de Cultura de la Universidad de Oriente. Los recibió un público entusiasta que se adelantó a la buena acogida que tuvo la obra en Caracas el mes siguiente, en la desaparecida sala Leoncio Martínez de la plaza Tiuna. Los peces del acuario marcó el rumbo definitivo que le dio a su vida. «Decidí levantar el telón y comenzar a caminar por distintos senderos de los que había transitado hasta ese momento. Me hechizaron las candilejas, me deslumbraron las luces que brillaban como trozos de cristal o de diamantes y decidí quedarme escribiendo. Más tarde entraría a las aulas de clase para hablar de teatro y de sus rigores con los estudiantes que buscaban formarse en las academias existentes. Y cincuenta años son muchos años. Decidí asumir la humanística condición y el reto que todo dramaturgo debe enfrentar, la de ser un lúcido testigo de su época, de su entorno, pero no solo limitándose al testimonio, sino enjuiciando, abriendo heridas, señalando contradicciones y los conflictos del hombre con sus circunstancias sociales, sin anclarse en una señal referencial. Cincuenta años de fructíferas hermandades con los grandes maestros, con las mejores actrices y actores de nuestro teatro. Directores, escenógrafos, vestuaristas, técnicos. Con la influencia de sus ideas, de su disciplina, de su trabajo. Cincuenta años de afectos, de cercanías irremplazables y de honestidad intelectual que me mostraban el camino que tenía que seguir y que he procurado continuar transitando en esas direcciones».

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