Los líderes han regresado a sus moradas, los presos políticos siguen en sus celdas y los generales continúan disfrutando impunemente del saqueo del país, aposentados en sus magníficas mansiones. Por un momento, el pueblo creyó que todo podría cambiar, que caería el régimen entronizado en el poder. La gente salió a la calle, se enfrentó al salvajismo y desafió el miedo que la había paralizado durante años, pero la autocracia se mantuvo y la revolución popular fracasó en su intento.
Armado sin nada más que el coraje, con la paciencia agotada y la sensación de no tener mucho más que perder después de haber sido sumido en la pobreza por una camarilla de ineptos y corruptos, el pueblo marchó por las calles poniendo la mirada y su esperanza en los líderes. Ellos eran, a sus ojos, la única autoridad moral que podía hacer frente a la fuerza de las armas. La gente se sentó frente a los soldados, entonando cánticos, haciendo llamados a la compasión y expresando sus anhelos de libertad. Se podría haber encontrado un espíritu más agresivo en las gradas de un estadio de fútbol que en estas multitudes. Sin embargo, era así como ellos querían cambiar la historia de su país: la suya iba a ser una gesta pacífica porque no la querían de otro modo.
De pronto, camiones militares se situaron frente a los manifestantes. Se bajaron los soldados y sin previo aviso empezaron a disparar. Al principio parecía que solo utilizaban gases lacrimógenos y balas de fogueo, pero al final, viendo la sangre que manaba de los pechos desgarrados por los proyectiles, se podía comprobar que la arremetida era para provocar una masacre verdadera. A los heridos se les escapaba la vida mientras eran trasladados en brazos por sus compañeros de faena y un gesto de incomprensión ante la barbarie surcaba sus rostros.
No había duda, los militares estaban dispuestos a bañar las calles de sangre antes de permitir que el régimen cayera. No importaba cuántos inocentes tuvieran que matar 100, 200 o 1.000… solo Dios sabe donde podía parar esa masacre. La gente corría, gritaba y se escondía. Las escaramuzas se alargaban hasta altas horas de la noche. Los manifestantes llevaban pancartas improvisadas en las que insistían en que la suya era una lucha pacífica. Las revueltas siguieron muchos días, pero el movimiento emancipador estaba condenado a muerte porque el miedo se había vuelto a abrir paso, una vez más a tiros.
«¿Por qué nadie viene a ayudarnos?», decían los manifestantes, tratando de reavivar su sueño de libertad, conscientes de que se escapaba la oportunidad de liberarse del oprobioso régimen. «¿No ven que estamos solos?», preguntaban entre carrera y carrera para salvar la vida. ¿Qué decirles? ¿Que a ninguno de los que podían hacer algo les importaba lo que ocurriera en un insignificante puntico en el mapa mundial? Lugar donde la autodeterminación de los pueblos era la excusa perfecta para masacrar al pueblo con total impunidad. ¡Cuánta injusticia persiste en el mundo!
A pesar de la similitud, estos hechos no ocurrieron donde ustedes estaban pensando. Este es el relato de lo que sucedió en Myanmar, durante la llamada Revolución del Azafrán, donde los militares, que mantienen una férrea dictadura desde 1962, utilizaron las armas en contra de los monjes budistas que lideraban las protestas pacíficas del pueblo por la falta de alimentos, medicinas, servicios hospitalarios y otras calamidades.
Noel Álvarez
@alvareznv