Con más miedo que vergüenza, y no fue poco el sofoco, Japón llega a los octavos de final tras un remate ante Polonia que no merece renglones en el libro de sus mejores gestas. Se clasificó por juego limpio, curiosa paradoja si se considera que en el final de su partido se dedicó a no jugar al fútbol. Pero la normativa le premia porque sus fubolistas vieron en tres partidos cuatro tarjetas amarillas, dos menos que los senegales, que se van para casa. Es la primera vez en la historia de los Mundiales que se decide un equipo clasificado para la siguiente ronda por este motivo.
De nuevo una selección eliminada volvió a hacerse valer en un Mundial de intrincado guión y los nipones pasaron un calvario porque acabaron por confiar más en la fortaleza de Colombia en su partido contra Senegal que en la suya propia. Con el marcador en desventaja, y a un cuarto de hora para el final, Japón estaba eliminada y en una activa búsqueda de un salvador empate. De pronto marcó Jerry Mina a 800 kilómetros de distancia, cerraron el chiringuito y se dedicaron a gestionar el marcador. Entendible porque otro gol de Polonia hubiera mandado al combinado asiático a casa, inexplicable porque un tanto de Senegal también le hubiese dado puerta.
Esa chusca opereta nipona duró apenas los diez últimos minutos de partido y su prolongación, un tiempo en el que la pelota deambuló sin profundidad entre sus zagueros de manera que incluso impidió un último cambio a los polacos, que perplejos vieron como nadie les discutía la victoria. Japón puso un borrón en un partido de complicada explicación, en el que su entrenador miró más a futuro que a presente y realizó seis cambios en el once titular respecto al anterior y excelente partido ante Senegal. Al margen se quedaron varios baluartes del equipo. A uno de ellos, el capitán Hasebe, hubo que activarlo a última hora para dirigir las operaciones que llevasen el partido a un final feliz para Japón.
Todo había transcurrido entre una cierta melancolía. Polonia se presentó rebajada, también con muchas novedades en su alineación, bajo la depresión de saberse eliminada y con Lewandowski ensombrecido por la decepción. El máximo goleador de las eliminatorias mundialistas se va sin marcar en el campeonato, su primera gran torneo a este nivel. Quién sabe si podrá repetir. En su última cita ni siquiera generó peligro a un equipo con problemas para defender en el cuerpo a cuerpo. El progreso de Japón es indudable y va más allá del tópico que les señala como esforzados, honrados, solidarios y batalladores porque ahora agregan el tamiz de la experiencia y el oficio. Nueve de los once futbolistas que componían su alternativa alineación jugaron la pasada temporada en el fútbol europeo, los dos restantes (el central Makino y el centrocampista Yamaguchi) pasaron años atrás por la Bundesliga. El país late fútbol y empieza a destilar la ambición de crecer. Quizás el final del partido defina ese cambio, pero se manejaron en un alambre que pudieron haber convertido en una autopista con bien poco.
Todo se le complicó a Japón con una desatención al defender un libre directo. Lo botó Kurzawa y lo remató el central Bednarek sin que nadie le encimase. Con media hora por jugar pareció acampar la perplejidad entre los derrotados. De inmediato llamaron a Inui para que entrase al campo, pero poco cambió en la dinámica de un partido planteado para dejarse llevar. Japón se abandonó a la fortuna y esta le visitó con la resolución en otro estadio. Pudieron acabar líderes de grupo y a la postre acceden a la fase eliminatoria como segundos y en la parte complicada del cuadro. No es poco premio para una selección que llegaba con groseras dudas al Mundial, que tan solo en dos ocasiones de sus cinco anteriores participaciones había llegado a ese nivel, sin sobrepasarlo. A su ritmo, Japón cambia. Ha aprendido a especular, pero aún tiene pendiente la asignatura de la codicia.