Bogotá vivió una de sus jornadas más caóticas, en medio de cientos de videos que mostraban supuestos ingresos violentos a conjuntos cerrados, que desataron una histeria colectiva en buena parte de la ciudad. Las autoridades aseguraron que se trató de una campaña orquestada para difundir el pánico.
Prevención primero, luego miedo y al final pánico: rápido, eficaz e irremediable. Lo de Bogotá en la noche del viernes fue una obra que comenzó en algo malo y descendió pronto hacia algo mucho peor.
De fondo, el elemento que anudaba los cientos (acaso cientos de miles) de videos que circulaban por Whatsapp, Twitter y Facebook era una inmensa desconfianza por el otro que prontamente degeneró en un pánico colectivo, en histeria casi del tamaño de una ciudad.
Eran los gritos de una persona en Ciudad Verde, en Soacha, implorando que la ayudaran, que llamaran a la Policía, que la gente se estaba metiendo al conjunto con machetes. Fue el llanto histérico de una mujer que por teléfono contaba que ya habían entrado al conjunto de al lado, en Hayuelos, y que no sabía qué hacer. El libreto ya se ha escrito, porque el pánico es el mismo en cualquier lado: “Primero vinieron por ellos, ahora vienen por mí”.
Durante horas antes del toque de queda, y durante varias después de su entrada en vigor, los bogotanos se entregaron al tenebroso ejercicio de enviar videos para pedir ayuda, para contarles a los demás lo que todos ya sabían: aunque las autoridades decían hacerse con el control de la situación, el único que tenía el control era el miedo.
Y sí, las calles estaban vacías, o al menos una buena porción de ellas, pero la procesión iba conjunto adentro. “Se intentaron meter a mi conjunto. Estoy muy nerviosa”. “No, no pudieron entrar y están desatados por el barrio”. “Se quieren meter a las casas”. “Están destrozando todo afuera”.
El miedo, como Dios, está en todo lado. Y en Bogotá encarnó en la forma anónima del plural: ellos, esos. Para 1980, el escritor J. M. Coetzee tituló una de sus más famosas novelas así: Esperando a los bárbaros. El libro concluye con que los bárbaros somos todos. Bogotá en la noche del viernes fue eso: esperando a los otros.