Después de unos días conviviendo con el insólito experimento de importar gasolina para la venta al detal, creemos que son muy pocos los que pueden defender una idea tan traída de los cabellos como una solución a la crisis actual del sector
Una demanda astronómica represada por todo el tiempo que hemos carecido de ese recurso tan necesario, ha provocado colas interminables; las cuales se prolongan por numerosas horas.
Se han reportado casos de personas afectadas por condiciones de salud mientras esperan a ser surtidas. Todo eso bajo la amenaza inocultable de la pandemia provocada por el nuevo coronavirus COVID-19, un riesgo reconocido por todos los sectores del país.
Todo el esquema de pago dual y de gasolineras designadas ha demostrado ser insuficiente para la complejidad de lo que afrontamos. Y no es para menos, ya que este es un asunto al cual se le viene corriendo la arruga desde hace mucho tiempo.
Y también es un problema anunciado. El racionamiento de gasolina en estados fronterizos es ya de vieja data y era uno de los primeros síntomas de lo que podía venir. El contrabando era el pan nuestro de cada día, al punto que se llegó a considerar como cotidiano y normal.
Desde hace mucho tiempo era inviable el modo en el cual se comercializaba la gasolina en nuestro país, vendiéndola a un precio menor del que costaba producirla. Y una de tantas calamidades era justamente el contrabando.
Muchos alegaban que pagar menos por el combustible era nuestro privilegio, por ser una nación productora y exportadora. Este recurso natural pertenece al Estado y, por ende, a todos sus ciudadanos.
Y se trata de una posición que, aunque no se compartiera se podía entender, en tanto y en cuanto tuviéramos una industria próspera y robusta, que diera suficientes ganancias como para compensar la pérdida que generaba el comercio de combustible en el mercado interno.
Sin embargo, eso ya no es así. El deterioro de la actividad petrolera, el éxodo de los profesionales preparados en el ramo y en general el manejo desatinado de la nación, acabaron con el colchón robusto de recursos que nos permitían mantener ese privilegio. Un privilegio discutible, pero al menos posible.
Y ahora, la consecuencia de no haber tomado decisiones acertadas a tiempo es francamente insólita: estamos pagando incluso a veces precios superiores al mercado internacional.
El viejo verdugo de la ley de oferta y demanda, llevó a la gente desesperada a pagar lo que le pidieran por algo de combustible en los días cuando este prácticamente desapareció del todo.
Además, todo esto se está haciendo bajo la opacidad más absoluta. No sabemos cuándo se va a acabar esta gasolina, si llegarán nuevos suministros, de dónde procederán o a qué costo.
No se conoce tampoco a ciencia cierta cuánta es la capacidad real de extracción y procesamiento de Petróleos de Venezuela en este momento, ni mucho menos cuáles son las diversas fallas en sus instalaciones que han precipitado tan aparatosamente cuesta abajo la producción petrolera nacional.
Tampoco sabemos nada sobre la capacidad profesional del personal. Una inquietud bien fundada, dado que colocar la fidelidad política por encima de las credenciales para desempeñar una labor, no es de las mejores ideas que se puedan tener en este momento.
Mucho se dijo que esto podía llegar a pasar, como consecuencia de una interminable cadena de errores; pero jamás nos imaginamos que fuera de una manera tan extrema.
Que no hayamos tenido otra alternativa, es algo muy discutible; aunque lo que sí es cierto es que el nivel de deterioro de nuestra otrora sólida industria petrolera es tan grande, que nos colocó entre la espada y la pared.
Por si fuera poco, la modalidad de cobrar en dólares terminó por hacer del proceso una verdadera penitencia. Sabemos de sobra que esa no es la moneda oficial de Venezuela, que no todo el mundo tiene acceso a la misma y que el valor del trabajo de muchos venezolanos es ínfimo si se calcula en esa divisa, dadas las adversas circunstancias económicas de hoy.
Esto es, adicionalmente, un reconocimiento a la pulverización del llamado bolívar soberano. Sus montos son inmanejables para adquirir los bienes más elementales, su circulación es restringida incluso por la misma banca, que lo raciona ante el volátil panorama financiero que atravesamos.
Y también hay una dura lección: de nada sirven las mayores riquezas del planeta, si no contamos con el conocimiento humano para procesarlas y convertirla en progreso.
El país se nos sigue desdibujando, se nos sigue haciendo cada día más desconocido. Y la incertidumbre que nos gana, ante un futuro que es difícil de imaginar si seguimos por esta senda, nos roba la paz. No vemos mejoría. Muy lejos de ello, sabemos que todo tiende a empeorar con el empeño de no corregir el rumbo.
Por David Uzcátegui