Esta semana los venezolanos hemos tenido que lidiar con el choque psicológico de que el dólar haya superado el precio de los setecientos bolívares por unidad.
Y digo psicológico, porque el impacto económico es continuo e incesante, no permite de ninguna manera tomar aire o un descanso, en la permanente lucha de los ciudadanos por estirar sus ingresos, para hacer frente a los nuevos estragos que causa en su cotidianidad cualquier alza de esta divisa. Y es que a ellas van atados de un modo u otro todos los bienes y servicios que consumimos, ante la mermada productividad nacional.
Y por si fuera poco, también lleva anclados nuestros ingresos; los cuales cuando son en bolívares, se deterioran cada vez que el signo monetario en cuestión eleva su precio.
Desde hace muchos años, el dólar estadounidense es la moneda de referencia mundial, por estar ligada a la estabilidad, prosperidad y solidez de la nación que la emite. Y eso es una realidad. Duélale a quien le duela, sigue siendo así y lo será por un buen tiempo más.
Aún las monedas de otras naciones fuertes, como el yen japonés, la libra esterlina británica o incluso el euro de la Unión Europea, comparan sus patrones con esta divisa que no ha podido ser desplazada como referente, incluso cuando ella misma ha vivido momentos adversos.
Por supuesto, Venezuela no podía escapar a este estándar mundial, ni tenía por que hacerlo. Sabemos que la estabilidad de nuestra economía hizo que, por muchos años, el dólar fluctuara con pasmosa estabilidad ante el bolívar venezolano, manteniendo aquel legendario precio de 4,30 bolívares por unidad monetaria estadounidense.
Sin embargo, llegó la fractura en aquel tristemente célebre 18 de febrero de 1983, recordado también como el “Viernes Negro” y desde allí el precio del referente económico comenzó a escalar. Hasta el sol de hoy no ha dejado de hacerlo.
Lo lamentable es que, en estos años, la multiplicación del precio ha seguido una tendencia exponencial, la cual no es otra cosa que la manifestación del deterioro progresivo de la economía nacional, con el inocultable desmantelamiento de su productividad.
A esto tenemos que sumar, como han dicho algunos especialistas en la materia, el hecho de que la crisis económica mundial detonada por el COVID-19 nos sorprendió en la peor forma posible.
Si esta circunstancia de por sí ya está golpeando fuertemente a las naciones con números más sólidos, ¿qué podemos esperar los venezolanos, presos en la precariedad que se ha hecho cotidiana desde hace no poco tiempo en nuestra patria?
Y, si alguna lección ha dejado todo lo sucedido, es que el precio del dólar no se controla por decreto ni por órdenes. No ha habido manera de que las últimas administraciones venezolanas hayan logrado atajar el despeñadero por el cual ha rodado nuestra moneda nacional.
Volviendo al golpe anímico que a todos los que vivimos en esta tierra nos da el asunto, no es para menos. Se trata de que superamos una cifra redonda, que nos confirma que hemos subido otro escalón importante en esta espiral que podríamos parafrasear con el título de una canción: es una escalera al cielo. Y seguirá siendo así, porque es un refugio ante la incertidumbre y volatilidad el panorama económico nacional. Porque es el único instrumento de ahorro –precario por demás– ante el desmantelamiento de la estructura financiera del país.
También es cierto que se convirtió desde hace rato en la moneda de cambio de hecho y en la práctica, ante las ingentes cantidades de bolívares que serían necesarias hasta para las operaciones más elementales.
Ni siquiera el truco de quitarle ocho ceros al signo monetario nacional ha funcionado. Ya esto se ha intentado dos veces y se han cumplido las predicciones: es inútil y los ceros crecen como la mala hierba apenas volvemos la espalda, porque son un síntoma de lo mal que estamos.
Y el otro problema, paralelo a la productividad y como consecuencia de la escasez de ella, es la confianza.
Bien dice el dicho que no hay nada más cobarde que un millón de dólares. Los capitales huyen de donde hay inestabilidad y buscan los territorios más seguros para crecer y prosperar. Lamentablemente, Venezuela no es hoy uno de esos lugares y no lo ha sido desde hace ya un buen rato.
Si no demostramos que podemos estabilizarnos y crecer, ser confiables y seguros, no habrá decreto o prohibición que valga. Seguiremos repitiendo la misma historia, solamente que cada vez más y más abajo.
Todos los intentos por domesticar al dólar han fallado. Y es que se está tratando de matar al mensajero sin poner atención al mensaje. La divisa y su escalada en el precio es solamente el termómetro de nuestra salud como nación. Y si nos guiamos por los números, la fiebre es bastante alta.