Cuando el italiano Fabio Chigi (1599-1667) se convirtió en el papa Alejandro VII, ni en sus peores presagios imaginó que tendría que enfrentarse a una epidemia de peste.
Su reacción, sin embargo, fue contundente.
Aunque la ciencia descubrió la bacteria causante de la peste en 1894 —gracias al bacteriólogo Alexandre Yersin—, el sumo pontífice decretó medidas sanitarias que, según investigadores, contribuyeron a que la letalidad en Roma fuera mucho menor que en otros lugares afectados por la misma epidemia.
Según un estudio del historiador italiano Luca Topi, profesor de la Universidad de Roma La Sapienza, entre 1656 y 1657 la peste mató al 55% de la población de Cerdeña, la mitad de los habitantes de Nápoles y al 60% de los residentes de Génova.
En Roma, en cambio, murieron 9.500 personas de un total de 120.000, menos del 8%. Estos datos fueron publicados en una revista científica italiana en 2017.
Se calcula que distintas olas de la peste arrasaron con cerca de la mitad de la población europea.
Cuando llegaron los primeros reportes de muertes por la epidemia en el entonces reino de Nápoles, Alejandro VII llevaba un año como pontífice.
El papa no era sólo el líder del catolicismo. Si hoy es el soberano del diminuto estado del Vaticano, en aquella época mandaba sobre los llamados Estados Pontificios, que comprendían Roma y buena parte de los alrededores; prácticamente todo el centro de la Italia actual.
Esta fascinante historia cuenta cómo muchas de las restricciones que se aplican hoy contra la pandemia de coronavirus dieron resultado en Roma contra la peste hace 400 años.
Dentro de los dominios papales, el brote ocurrió entre mayo de 1656 y agosto de 1957.
Tan pronto como llegaron las primeras noticias de la peste a Roma, Alejandro VII puso en alerta al Congreso de la Salud, que había sido creado en un brote anterior.
Las medidas de contención se implementaron gradualmente, según la situación se volvía más peligrosa.
El 20 de mayo se promulgó un decreto que suspendía todo comercio con el reino de Nápoles, que ya se encontraba muy afectado.
La semana siguiente, el bloqueo se extendió y se prohibió la entrada a Roma de cualquier viajero que viniese de allí.
El 29 de mayo, en la ciudad de Civitavecchia, ubicada en los Estados Pontificios, se registró la llegada de la peste e inmediatamente se impuso la cuarentena.
«En los días y meses siguientes, se aislaron muchas otras localidades de ese territorio», detalla el historiador Topi en su artículo.
En Roma, la decisión fue radical: se cerraron casi todos los portones de acceso a la ciudad. Solo ocho permanecieron abiertos, pero eran protegidos las 24 horas del día por soldados supervisados por «un noble y un cardenal».
A partir de entonces, cualquier entrada debía ser justificada y registrada.
El 15 de junio Roma tuvo su primer caso: un soldado napolitano que murió en un hospital. Las normas se endurecieron aún más.
El 20 de junio se implantó una ley que obligaba a los ciudadanos a informar a las autoridades en caso de conocer algún paciente.
Posteriormente, un nuevo dispositivo papal comenzó a obligar a cada párroco y sus asistentes a visitar, cada tres días, todas las casas de sus distritos electorales para identificar y registrar a los enfermos.
Luego corrió la noticia de otra muerte, esta vez un pescador de la región del Trastévere.
«Los familiares de la víctima también se infectaron y muchos murieron», cuenta Raylson Araujo, estudiante de teología de la Universidad Católica Pontificia de Sao Paulo, Brasil, quien también investigó el asunto.
La primera idea fue intentar aislar la región.
«El papa también era la autoridad civil. Conforme la epidemia comenzó a extenderse, implementó medidas de aislamiento. Tras prohibir el comercio con Nápoles, decretó otras reglas de distanciamiento social: prohibió reuniones, procesiones y todas las devociones populares», dice Araujo.
El endurecimiento de las medidas fue gradual hasta llegar al confinamiento total.
«Conforme pasó el tiempo, el papa adoptó nuevas prohibiciones. Las congregaciones en la iglesia fueron suspendidas, las visitas diplomáticas también, al igual que encuentros religiosos y reuniones públicas, se vigilaron los caminos», enumera Araujo. «Se suspendieron todas las aglomeraciones civiles».
«Se prohibieron diversas actividades económicas y sociales. Se cancelaron las fiestas y ceremonias públicas, civiles y religiosas», dice el seminarista Gustavo Catania, filósofo del Monasterio de São Bento de Sao Paulo.
Al igual que con la pandemia de coronavirus, en el siglo XVII se prohibió asistir a celebraciones religiosas en Roma.
«Se suspendieron los mercados y se echó a algunas personas que vivían en la calle porque podían ser causa de contagio. Se prohibió el cruce nocturno del río Tíber».
El papa también determinó que nadie debía ayunar, con el objetivo de que la población se alimentanse y mantuviese así más saludable por si se contagiaba.
A todos aquellos que tuvieran al menos una persona infectada en la familia se les prohibió salir de casa. Para garantizar la asistencia, Alejandro VII separó a los sacerdotes y médicos en dos grupos: los que tendrían contacto con los enfermos y los que no, quienes atenderían al resto de la población.
Preocupaba que los sacerdotes se convirtieran en vectores de la enfermedad», dice Araujo.
«Los médicos tenían prohibido huir de Roma«, dice Catania, señalando que muchos temían infectarse.
Como los pacientes estaban aislados, se creó una red de apoyo a la población.
«Había una previsión de ayuda económica para las familias que no podían salir de casa y algunas personas recibían comida por la ventana«, dice el seminarista.
En los meses de octubre y noviembre, cuando la incidencia de la enfermedad era mayor, incluso se preveía la pena de muerte para quienes infringieran las normas.
Cuando se resolvió el brote en 1657, la celebración estuvo a la altura.
Alejandro VII demostró el renacimiento de la Iglesia con monumentos que hasta hoy marcan El Vaticano, como el conjunto de columnas de la plaza de San Pedro, del escultor y arquitecto barroco Gian Lorenzo Bernini.
(tomado de la BBC )