Cada vez que un medio de comunicación es «tomado por asalto», con independencia de la forma utilizada para neutralizarlo y, luego, utilizarlo como instrumento de propaganda y proselitismo, el país como un todo debiera reaccionar consciente de que con ello se pierden libertades humanas fundamentales.
El final del cuento será que ese medio de comunicación -desnaturalizado desde el Gobierno o el Estado- en adelante no divulgará ni difundirá información veraz, adecuada, oportuna y objetiva. Sus lectores, escuchas o televidentes quedarán privados las múltiples aristas de un suceso o noticia pues éstos estarán signados por la censura.
En una democracia -sostiene el diario El País, de España, en 1997- nadie está legitimado -ni sus leyes básicas ni sus Gobiernos y demás poderes públicos- a establecer previamente lo que es o no es verdad en el terreno de la información.
En cualquier caso, los Gobiernos no parecen ser los mejores jueces de la información y sus verdades. A ellos les corresponde -por lo contrario- garantizar la libertad y no establecer los límites de la verdad. El riesgo cierto es que en manos de unos gobernantes, sobre todo cuando tienen vocación de régimen, son autócratas y totalitarios, la información verdadera no la veremos, nos será negada y no accederemos a una sola de ella por insignificante que sea.
Con independencia de la libertad de información, el derecho a la información, consagra que ésta debe ser adecuada, es decir, ser útil para permitir al ciudadano mejorar su calidad de vida y su bienestar general. Un medio de comunicación puesto al servicio de una camarilla de gobierno lo que genera y difunde es información convertida en propaganda, solo adecuada a los intereses de sobrevivencia del grupo político negado a devolver democráticamente el poder del Estado y del Gobierno. Para éstos, la información pertinente es inadecuada pues no contribuye a tener pueblos dóciles, sometidos y prisioneros.
Hernán Papaterra
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