Lo más trágico es que buena parte de esos albergues se transformaron en antros donde reina la violencia, el crimen y la muerte. Abandonados a su suerte por los supuestos “padrinos” (denominación mafiosa adoptada por el gobierno en un arranque de sinceridad) que debían velar por ellos, en los refugios ocurrió lo mismo que ocurre en barrios o cárceles: Sin instituciones que protejan a los débiles, quienes tienen las armas terminan imponiendo su voluntad
La mayoría honesta que, aterrorizada, languidece en esos “refugios” porque no tiene otro remedio, se convierte en rehenes y escudos humanos para el hampa enseñoreada, que se hace obedecer usando la muerte como ejemplo y castigo
Según el Diccionario de la Real Academia Española la palabra “refugio” significa “Asilo, acogida o amparo… Lugar adecuado para refugiarse”. Por eso es que seguramente un turista desprevenido, un visitante ocasional, no podría entender nada si ve en la calle a humildes venezolanos manifestando enardecidos, diciendo “no queremos ir a un refugio”, o cuando observe a hombres y mujeres que ya se encuentran en espacios que reciben esa denominación, trancando calles y desafiando con sus manos desnudas a los piquetes antimotines de la policía o de la Guardia Nacional, exigiendo ser sacados cuanto antes de tales sitios.
Quienes no nos extrañamos en lo más mínimo somos los venezolanos, en especial quienes vivimos y luchamos en los barrios. Nosotros sabemos que en la Venezuela de hoy un refugio es un antro donde las familias son arrojadas con la promesa de que algún día, alguna vez, podrán salir de allí hacia lo que la retórica oficial denomina “una vivienda digna”. Pero mientras se cumple (si se cumple) esa promesa, sobrevivir se transforma en el más duro de los trabajos, en la más difícil de las hazañas.
Historias de horror en albergues “dignos”…
Vivir sin privacidad, en viejas estructuras, bajo las gradas de un hipódromo, en los escombros de un antiguo gimnasio o en galpones industriales convertidos en abandonadas estructurales fantasmales gracias a la política económica oficial, fue el calvario atravesado por miles de familias venezolanas desde las lluvias que en diciembre de 1999 generaron la tragedia que entonces asoló el centro norte del país. Lo improvisado de los refugios condenó a esos compatriotas a disponer de servicios sanitarios insuficientes. Lo ineficiente del dispositivo de atención hizo que la alimentación fuera deficiente (raciones escasas, comida descompuesta…). Estas condiciones ambientales y el precario apoyo médico estimularon también la proliferación de enfermedades de diversa naturaleza.
Historias de horror, originadas en el hacinamiento, en la promiscuidad, en el abandono convertido en norma de vida, comenzaron a lograr que para los habitantes de los barrios de la paradójicamente multimillonaria Venezuela no hubiera amenaza mayor que la sola perspectiva de ir a dar con sus huesos, sus enseres, sus ancianos y sus niños, a un “refugio”. Después de la tragedia del 99, sucesivas tormentas generaron nuevos grupos de damnificados, debido a la negativa del gobierno a asumir un programa integral de habilitación de barrios que redujera el riesgo en que viven las mayorías empobrecidas del país. Pero fue la vaguada del último cuatrimestre del año 2010 la que generó una nueva y terrible oleada de venezolanos en la desesperada condición de damnificados.
Los reinos del crimen abandonados por “padrinos”
Como los pocos refugios que ya existían estaban en su mayoría ocupados por quienes habían quedado damnificados a principios de la década, los burócratas disfrazaron la irresponsabilidad de “creatividad” y surgieron entonces nuevas figuras en la jerga oficial: “refugio solidario” se llamó a lo que llana y simplemente es irse a vivir arrimado a la casa de un vecino o familiar. “Refugio a cielo abierto” fue una expresión utilizada para espacios donde la gente permanece esperando que las aguas bajen para volver a ocupar sus viviendas en riesgo permanente. Oficinas ministeriales y hoteles fueron usados también como albergues provisionales, generando severo daño tanto a la marcha del ya ineficiente aparato estatal como a la economía de empresarios y trabajadores del sector hotelero. Pero siendo todo esto sumamente grave, aún no hemos llegado a lo peor.
Lo más trágico es que buena parte de esos “refugios” se transformaron en antros donde reina la violencia, el crimen y la muerte. Abandonados a su suerte por los supuestos “padrinos” (denominación mafiosa adoptada por el gobierno en un arranque de sinceridad) que debían velar por ellos, en los refugios ocurrió lo mismo que ocurre en barrios o cárceles: Sin instituciones que protejan a los débiles, quienes tienen las armas terminan imponiendo su voluntad. La mayoría honesta que, aterrorizada, languidece en esos espacios porque no tiene otro remedio se convierte en rehenes y escudos humanos para el hampa enseñoreada, que se hace obedecer usando la muerte como ejemplo y castigo.
Este horror ocurre incluso en los refugios que están enclavados en el interior de instalaciones militares. En efecto, el pasado jueves 29 de agosto el diario La Voz reseñó que “David Ávila Figuera, de 27 años de edad, jardinero en una obra de la Misión Vivienda, fue asesinado a tiros, golpes y machetazos, en un baño de los refugios del Fuerte Tiuna, en la parroquia Coche. Un grupo de hombres encapuchados ingresó en el inmueble de la torre 5, donde la víctima dormía con su familia. El grupo armado ingresó en una acción tipo comando. La policía científica, a cargo de la investigación, no descarta que tras el hecho esté algún grupo de civiles armados de los que hacen vida en la ciudad capital”.
Historial de asesinatos
Y que ningún burócrata cínico venga a decir que se trata de “un hecho lamentable pero aislado”: El ocho de marzo un niño de 15 años fue asesinado y su hermano de 13 gravemente herido en el refugio ubicado en un galpón en La Yaguara, Antímano; cuatro días antes fueron asesinados dos hombres en el refugio “2 de Octubre”, ubicado detrás de El Fortín, en la Av. Principal de La Urbina; en enero una dama de 26 años de edad fue ultimada en la puerta de un refugio que tiene el sarcástico nombre de “La Dignidad”, ubicado en la calle Panamericana de Catia; a finales del años 2012 hubo cinco personas asesinadas, tres de ellas menores de edad, en el refugio “Ché Guevara”, ubicado en la parroquia Antímano, y sus habitantes solo salieron a protestar cuando descubrieron que tenían días tomando agua de cadáver, pues en el tanque de agua que surte a la instalación fueron encontrados los restos descuartizados y descompuestos de otro cadáver más.
Hay que ser ciudadanos
La “Ley de Refugios Dignos” jamás entró en vigencia. En los refugios (como en la Asamblea Nacional, como en el país) solo rige la Ley del más fuerte. Dejar de ser un “refugio” al estilo madurista y volver a ser una República pasa por la decisión de dejar de ser víctimas o espectadores, y volver a ser ciudadanos. ¡Palante!
Radar de los Barrios / Jesús Chuo Torrealba / Twitter: @chuotorrealba