En una de las muchas visitas que hacemos semanalmente al supermercado, una vez que me tocó el turno para pagar y entregué mi tarjeta de débito, quien me seguía, un señor muy pobre, obrero de una construcción cercana, dijo: «algún día pagaré con tarjeta». El llevaba escasamente dos cosas y pagaría en efectivo. Le contesté que podría lograrlo si este gobierno cambiaba. Le dije, además, que la tarjeta servía de poco cuando se tiene poco dinero en la cuenta o no se encuentra lo que se quiere comprar. Con este régimen
-agregué- todos nos igualamos bastante, pero para mal.
Me quedé conmovida no sólo por las palabras del señor, sino por su rostro. Traslucía la desesperanza de muchos. La desesperanza y la rabia contenida. Pensé en las muchas veces que he escuchado a algunos decir -desde que este gobierno asumió el poder-, «¡ahora van a saber lo que es ser pobres!». Frase infeliz, no sólo por lo cargada de odio que está, sino por lo tristemente cierta que es, verificable a lo largo de estos quince años y en el colapso que nos espera. Frase, además, estúpida y contradictoria, ¿pues qué beneficio reporta seguir siendo pobres y volver pobres a quienes pueden producir? He aquí, pues, el núcleo del drama que vivimos. Drama que por fundarse en una mentira, precisa de mil mentiras para mantenerse.
El obrero de quien hablaba, así como muchos otros, no parecía desear ser pobre ni mantenerse pobre. Desear poder pagar con tarjeta, desear -sencillamente- poder comprar «un poco más» y «poder» pagar, hecho que desea todo ser humano normal sobre la faz de la tierra. La mentira de este régimen que sólo ha sembrado pobreza y odio, división y falsas esperanzas, ha consistido en hacer creer a los más pobres que vivirán en un paraíso que les era antes negado por culpa de los ricos. Esa guerra económica que se nos quiere hacer creer que es culpa de los empresarios, es sólo un montaje más de quienes han llevado este país a la ruina y obstaculizan el trabajo de los productores expropiando sus empresas, dificultando la compra de lo que requieren para producir y negando tanto trabajo a los venezolanos, para dárselo a los chinos, a los cubanos y a los brasileños.
Este señor quería ser mejor; quería elevar su nivel y sentir que «podía» pagar con tarjeta, llevándose -evidentemente- más alimentos consigo. Lo que digo parece pueril a algunos, pero tristemente hay algunos que parecen creer -todavía- que son los empresarios quienes fomentan la «guerra económica». ¿Quién, en su sana lógica, querría producir menos cuando lo que necesita es producir más para poder mantenerse a flote y pagar a sus empleados? Hasta en las empresas caseras se perciben las dificultades. La lógica de la vida se advierte en cualquiera que desee producir. Quien hace tortas desde su casa no logra conseguir ni la harina ni el azúcar ni la leche condensada, entre tantos otros detalles que necesita para cocinar. ¿Podría alguien creer que un ama de casa cualquiera, que vive en parte de la comida que vende, dejaría de vender para hacerle la guerra a alguien, a su competencia, en concreto? Pensarlo sería tan absurdo como difícil de creer, pues viviendo de eso, ¿de qué viviría si no vende?
Sé que lo que digo parece hasta ridículo, pero lo insólito es que algunos crean que los empresarios son los responsables de una supuesta «guerra económica». Quienes diseñan las mentiras son quienes impiden avanzar a los productores venezolanos, a punta de negar la libre iniciativa, la libre empresa y toda libertad fundamental. Son los mismos que expropian lo ajeno para quedárselo ellos; esos que no producen y le echan la culpa de su ineficiencia al otro. ¿Qué ser humano normal buscaría dejar de producir para ganar una guerra? Quien realmente trabaja no lo hace, pues conoce bien las implicaciones. Quien no produce, en cambio, tiene el tiempo disponible para perderlo y hacerlo perder a todos con sus enredos.
¿Cuándo comprenderán, algunos, que podría haber un cambio en puertas que desde ya les está susurrando al oído: «¡ahora van a saber lo que es ser ricos!»; «¡ahora van a saber lo que sería de ustedes y de sus familias si dejasen que la empresa privada invirtiera; si en lugar de cerrarla, abriesen la puerta a tantos trabajos honestos y oportunidades que podrían emerger, si no se dejan engañar por burdas mentiras y se disponen, en cambio, a inspirar la confianza que engendra vivir en la verdad!?».
OFELIA AVELLA | Ofeliavella@gmail.com
Publicado en El Universal