En el verano de 1971, el gobierno de Estados Unidos estaba bajo mucha presión. Después de unos costosos 10 años de despliegue en Vietnam, el apetito de guerra del público se estaba evaporando. El entonces presidente Richard Nixon necesitaba otro adversario y otro frente.
Fue en este contexto que, el 23 de diciembre de 1971, Nixon firmó una ley llamada National Cancer Act y destinó US$1.500 millones a lo que se llamó «la guerra contra el cáncer».
Después de haber fracasado en su intento por derrotar al Viet Cong, Nixon tenía la esperanza de alcanzar la victoria más significativa de su presidencia, apuntando sus armas contra un enemigo que tenía un impacto directo en millones de estadounidenses.
Está claro que Nixon tampoco venció el cáncer, pero sí transformó la retórica que utilizamos para hablar al respecto.
Hasta ese momento el cáncer era un vergonzoso secreto en muchas familias. Con frecuencia, los pacientes de cáncer nunca se enteraban que lo sufrían. El actor de cine John Wayne fue quien acuñó la frase «the Big C» (la gran C) para evitar nombrar la enfermedad. Pero en la década de los 70 el cáncer adquirió un nuevo vocabulario.
Y por 40 años ese lenguaje bélico ha dominado el discurso sobre la enfermedad.
Le hemos dado al cáncer una personalidad y lo hemos hecho el enemigo. Hoy en día hablar sobre la lucha contra el cáncer, la batalla e incluso un golpe al cáncer, es lugar común.
Los oncólogos son retratados como guerreros heroicos, como las fuerzas especiales del mundo de la medicina que algunas veces encarnan una pelea cuerpo a cuerpo con escalpelos y otras con láser, pistolas de rayos y armas químicas.
¿Adversario único?
Nixon hizo del cáncer un enemigo único al que se debía derrotar.
En realidad, el cáncer es una colección de muchas enfermedades distintas, pero lo hemos convertido en un adversario único. Probablemente no es una coincidencia que esto ocurra en una época en que tanto Estados Unidos como el Reino Unido están comprometidos en un combate igualmente abstracto como lo es la llamada «guerra contra el terror».
Este lenguaje bélico puede funcionar bien para organizaciones que hacen campaña e investigan sobre el cáncer. En el competitivo mercado de las fundaciones, necesitan crear mensajes simples de campaña para provocar una respuesta. Natasha Hill, de Cancer Research UK, considera que los donantes responden muy bien a los mensajes que personifican al cáncer y lo tratan como enemigo.
Razón por la cual la agencia de publicidad que diseñó la campaña de Race for Life (la carrera por la vida) quería convertir a sus corredores en «un ejército que corre, baila y canta en la cara estúpida del cáncer con la frase: ‘Cáncer, venimos por ti'».
Efectivamente hay dos tipos de cáncer.
El de las campañas y programas de investigación que sólo existen en lo abstracto y ha sido tan imbatible, que tiene un estatus mítico que ofende nuestro optimismo evolucionario, esa sensación de que cualquier cosa mala que haya en el mundo se podrá derrotar con ingenio y habilidad. Quizás no vaya demasiado lejos si digo que la lucha contra el cáncer es en verdad una batalla contra la misma muerte.
Pero el cáncer individual, el personal que experimentaremos cerca de un tercio de nosotros, es diferente.
Algunas de las personas con esta enfermedad pueden sentir que el lenguaje de batalla sea útil, pero no todos nosotros. Algunos necesitamos metáforas que se parezcan más a nuestra propia experiencia.
Cuando hace cuatro años me diagnosticaron cáncer, el lenguaje bélico me asustó. En parte, porque no soy una persona muy guerrera y en parte porque -francamente- no había mucho que pudiera hacer para combatir mi cáncer.
Invitado no deseado
Como la mayoría de las formas de cáncer, el mío estaba fuera de mi alcance. No lo podía ver o tocar. No podía operarme yo solo o prescribirme una medicación. Mi mayor objetivo era vivir bien con el cáncer y quizás, con suerte, vivir bien sin ello. Y aun así sentí una extraña sensación de que debía declarar una guerra civil en mi cuerpo. Estas eran mis células de cáncer, una parte de mí que se había creado sin querer.
No veía la posibilidad de llegar a quererlas, pero tampoco sentí que ayudaría convertir mi cuerpo en una zona de guerra. No quiero de igual forma a todas las partes de mi cuerpo, pero tengo como regla intentar no odiar a ninguna de ellas.
El profesor Michael Overduin, de la Universidad de Birmingham, investiga el cáncer a un nivel molecular. Sabe que hablar de diseño de «cabezas» para atacar células cancerosas con un mínimo de «daños colaterales» tiene un atractivo inmediato en los organismos de financiación.
Pero ve su trabajo más como un rompecabezas por resolver que como una batalla que debe ganar. «Las células trabajan en conjunto, como los miembros de una orquesta que toca una sinfonía», explica. Pero si una célula no funciona bien, produce una disonancia. El instrumento necesita ser afinado o la célula re-entrenada».
El sacerdote y poeta Jim Cotter describe su médula cancerosa como un jardín en el que ha crecido mucha hierba mala. Los productos para eliminarla también hacen daño a las plantas sanas, pero con suerte pueden volver a crecer.
Se dice que San Francisco de Asís, quien sufrió de una enfermedad muy larga, hablaba sobre «hermana enfermedad». Él la acogió como a un miembro de la familia. Para mí, el cáncer llegó como un huésped no bienvenido que se instaló en la habitación del fondo y exigió atención. Durante tres años intenté con pocas ganas ser un anfitrión cortés.
Eventualmente llegó el momento de invitar a mi cáncer a que se fuera, y lo hizo dejando un poco de desorden. Soy consciente de que se ha quedado con la llave. Todavía tengo la esperanza de que en su debido momento lo único que quedará sea el recuerdo de haber pasado un tiempo con un extraño al que no esperaba conocer.
BBC