[dropcap]M[/dropcap]uchas veces uno se pregunta si la realidad es en verdad la que se percibe a diario. Digo, nadie es dueño de la verdad absoluta, y siempre es posible ver las cosas desde diferentes perspectivas, pero hay temas y situaciones, que todos padecemos, frente a las que en verdad parece que estamos paralizados. Es como si hubiésemos sido hipnotizados, quedando privados de la capacidad de respuesta, de sorpresa, y lo que es más grave, de indignación.
Al final del día uno sabe, porque lo sabe, que la grave crisis institucional, económica y de valores que estamos capeando es y existe. No hay nadie, al menos ningún adulto, que pueda asomarse a la calle o a las noticias todos los días sin sentir que las cosas en nuestro país van muy mal, pero nos quedamos en la queja y no vamos más allá, o sencillamente nos negamos a enfrentar lo que nos toca.
Estamos expuestos a diario a situaciones límite que en cualquier otro contexto ya hubiesen generado contundentes movimientos colectivos dirigidos, pacíficamente pero con vehemencia, al cambio general y a corto plazo que todos necesitamos. Estas van desde las más aparentemente inocuas hasta las definitivamente significativas, pero acá nadie, y nos incluyo a todos, muestra contra lo que se padece más que uno que otro gesto simbólico y de escasa efectividad.
Empecemos por lo más sensible: Salimos de nuestras casas, todos los días, con el alma de corbata (por no usar la palabra que va) porque no sabemos si el hampa, que actúa virtualmente con total impunidad, va a decidir que tú eres la presa del día. Acá mueren violentamente aproximadamente tres personas por hora, todos los días, y de los homicidios que se cometen sólo se castigan poco más del 3%, pero salvo que se trate de alguna muerte que nos revuelva el ánimo, por su crudeza o por la notoriedad de las víctimas involucradas, nos limitamos a fruncir el ceño y a decir que el gobierno no sirve, sin ir más allá.
Conversamos, eso sí, sobre la inseguridad todos los días, es invitada perenne en nuestras tertulias, pero ni siquiera ante la atroz realidad que ésta supone nos articulamos en una masa firme y contundente que haga que el poder, sin que le quede alternativa, se ocupe con seriedad del tema. Escuchamos que el Ministro de Interior y Justicia nos dice que el tema es una “responsabilidad compartida” entre el gobierno y el ciudadano, permitiendo así que evada sus responsabilidades directas y las ponga, al menos en parte, sobre nuestros hombros, y nos quedamos obnubilados aceptando el dislate.
Desde los liderazgos, los unos y los otros se quedan en la repartición de las culpas, pero de nuevo, más allá de uno que otro acercamiento simbólico, todo queda en flor de un día. Los choros y pranes se promocionan en las redes sociales, mostrando en fotos desde las nalgas de las cubiculeras que los consienten hasta el poder de fuego del que disponen, y según Rodríguez Torres ya tienen “mapeados” los lugares en los que se ocultan y operan las bandas delictivas, pero acá eso nos resbala. La consigna, al parecer, es no hacer nada. Me pregunto qué ocurriría si un día todos los ciudadanos que hemos sido víctimas de la criminalidad a cualquier nivel nos ponemos de acuerdo, más allá de nuestras diferencias ideológicas, para marcarle la agenda a los políticos en materia de seguridad y para hacerles ver que, ni en uno ni el otro bando, están allí más que para representarnos y protegernos a nosotros. Si son otros los intereses que les mueven, pues que se vayan y les dejen sus espacios a personas más serias y comprometidas.
Viene un ministro recién nombrado, con escasas credenciales académicas además, y decide que los médicos venezolanos son inexpertos y poco preparados, y se pone a demeritarlos públicamente comparándolos con la medicina cubana, que como muchos de los otros mitos sobre Cuba, es tan “buena” y “moderna” como “humanista” y “valiente” era el Che Guevara. Pero nada. Sólo unos pocos galenos dignos tratan de poner en su sitio al vocinglero, el resto calla, todos callamos, ciegos a que nuestros médicos son de los mejores formados del mundo y sin pensar en que de acuerdo a las últimas noticias, no hay abastecimiento ni de medicamentos ni de insumos para las clínicas y hospitales, por lo que pronto hasta enfermarse va a ser un “privilegio” que sólo unos pocos van a poder costear.
Vamos a comprar leche y no hay; vamos a comprar papel tualé y no hay; vamos a comprar aceite, harina de maíz, harina de trigo o jugos envasados, y no hay. En las panaderías no hay pan, pero el circo sigue. Cuando se encuentran estos insumos, las colas para adquirirlos son kilométricas, pero las hacemos calladitos y sin pensar que quizás más efectivo sería que los millones de venezolanos que nos vemos afectados por esto hiciésemos cola, pero en Miraflores, reclamando de Maduro soluciones concretas y efectivas. Nadie puede comprarse un carrito nuevo porque las estupideces del poder han acabado, no con las mafias que mercadeaban vehículos aprovechándose de la escasez de los mismos, sino con el aparato productivo decente y honesto que al menos hasta hace poco funcionaba. Pero ya nos acostumbramos. Todo es “excesivamente normal”.
Pedimos divisas extranjeras para poder viajar, tal cual es nuestro derecho conforme a la bolivariana, y nos convierten en mendigos desesperados que, además, estamos automáticamente “bajo sospecha”, como si el dinero del Estado, los dólares de Venezuela, no fuesen de todos y cada uno de nosotros. Además, si decidimos viajar aún con todas limitaciones que tenemos, y si es que conseguimos pasajes porque el gobierno maula no paga sus deudas con las aerolíneas extranjeras, tenemos que calarnos que algún funcionario de aduanas o un GN nos revise hasta la ropa interior, no para prevenir la comisión de algún delito, sino para quitarnos su “comisión” de lo que llevemos para dejarnos en paz. Pero les dejamos hacer, callados.
En las autopistas los motorizados (y lamentablemente acá deben pagar justos por pecadores) hacen sencillamente lo que les da la gana. El gobierno, al que tanto le gusta jactarse de “valentón”, les tiene miedo, y es cómplice directo de sus abusos. Cambiarse de canal en las vías de circulación del país se ha convertido en un deporte extremo, ya que para aquellos nuestras luces de cruce no son más que adornos para alegrarles la vía, en la que además se desplazan, poniendo en peligro su vida y las de los demás, a altísimas velocidades, sin que exista quien les diga: ¡Ya basta! Poco importa que un alto índice de los delitos que se cometen estén a cargo de motorizados que se valen de las inclemencias del tráfico para atracar a los conductores desprevenidos. Lo que importa es tener “feliz” al “pueblo”.
Debe haber un punto de inflexión, uno en el que nos demos cuenta de que ya es demasiado lo que hemos tenido que aguantar. Lo que vivimos no es normal, es cotidiano, pero no es normal ni mucho menos sano. No es este el país que quiero legar a mi hija. Ya es demasiado.
Gonzálo Himiob Santomeé | @himiobsantome