A Venezuela le tocó recordar el 25 aniversario del llamado Caracazo en medio de un tenso ambiente de manifestaciones que para algunos se acerca ya a la conmoción y les recuerda aquel estallido social.
El país entró en la tercera semana consecutiva de protestas callejeras, organizadas primero por grupos estudiantiles y luego con el respaldo de partidos de la oposición, en las que, de acuerdo con la Fiscalía General, han muerto 15 personas y, según dijo el presidente Nicolás Maduro este miércoles, fallecieron 50.
Las manifestaciones se han topado con una dura represión policial. Organizaciones de defensa de derechos humanos, como el Foro Penal, aseguran que hay 18 casos de torturas, que van desde golpizas hasta una violación sexual.
Los excesos de la autoridad han exacerbado las razones originales de la protesta opositora -la inseguridad, la alta inflación, la escasez de productos básicos, agudizadas en los diez meses de la presidencia de Maduro- y como resultado en muchas ciudades se han vivido episodios de peligrosa anarquía, como saqueos a comercios o cierres de vías.
Algunos creen que ese estado de cosas cumple con los augurios de analistas y hasta brujos quienes pronosticaban que un «estallido» al estilo del vivido el 27 de febrero de 1989 acabaría con el gobierno del heredero de Hugo Chávez.
La verdad es que las diferencias son muchas y grandes.
Partida de nacimiento
«Yo no quiero un estallido social», dijo a BBC Mundo el líder de la oposición Henrique Capriles, en una entrevista en la que advirtió que la profundización de la crisis económica llevará a una crisis política, una confluencia que considera que será terminal para el gobierno de Maduro.
Pero con seguridad, hasta el opositor más radical preferiría una manera menos anárquica de deshacerse del gobierno.
Todo venezolano en edad de recordarlo, teme una repetición de ese «día que bajaron los cerros», cuando muchos habitantes de los barrios pobres que cubren las colinas de Caracas se abalanzaron sobre la ciudad en un frenesí de saqueos y rapiña que terminó con otro de represión y muerte.
Sería una paradoja política una situación similar en la Venezuela actual.
La llamada revolución bolivariana tiene al 27 de febrero de 1989 como el evento que llevó al grupo de militares al que pertenecía Chávez a acelerar la conspiración que tramaban contra el sistema democrático bipartidista.
La narrativa revolucionaria destaca cómo ese grupo de oficiales de baja graduación rechazó la función represiva que se le asignó a la Fuerza Armada y que dejó, según cifras oficiales, 600 muertos.
Su promesa fue «nunca más empuñar las armas contra el pueblo», aunque las «evidencias» de fotos y videos tomados por celulares de manifestantes los últimos días muestran a uniformados de esas mismas fuerzas -ahora apellidadas bolivarianas- reprimiendo con una fuerza aparentemente desproporcional al riesgo que enfrentan.
Explosión súbita
La dinámica del presente es muy distinta a la del Caracazo de 1989, cuando nada permitía presagiar la violencia que hizo erupción súbita apenas casi dos meses después del estreno del segundo gobierno de uno de los políticos más carismáticos y populares de la Venezuela prechavista: Carlos Andrés Pérez.
Los venezolanos habían reelegido por abrumadora mayoría al presidente de la próspera Venezuela Saudita y en su fuero interno esperaban una repetición del bienestar material (y derroche) que recordaban de su primer período (1974-1979).
Las protestas de este año también han contado con las denuncias de excesos de la fuerza pública.
El argumento del ajuste necesario para salvar un país quebrado que presentó el gobierno no caló y la población se sintió defraudada.
La chispa de la explosión se presentó aquel 27 de febrero en una ciudad satélite de Caracas, Guatire, cuando grupos de pobladores empezaron a protestar por el aumento de precio del pasaje del transporte colectivo que entró en vigor un día después del incremento del costo de la gasolina.
Autobuses quemados primero, calles cortadas y barricadas después, comercios saqueados finalmente.
La violencia se esparció de Guatire a casi todo el país de una manera simultánea que hizo sospechar a muchos que se trató de un evento coordinado.
Las policías fueron incapaces de controlar la situación y el Ejército tomó el control por varios días para poder cumplir su encargo de restablecer el orden, lo que hizo sangrientamente.
Además del trauma de la sociedad y de la tragedia de las víctimas y sus familiares, de aquellos sucesos quedaron al menos una enseñanza y un mito: que esos eventos no pueden mostrarse en vivo en TV, por el efecto de resonancia que pueden tener, y que en Venezuela la gasolina es el combustible al descontento social.
Válvula de presión
Un cuarto de siglo después, la economía venezolana luce en peores condiciones y el panorama político más comprometido, con una oposición que no termina de reconocer la limpieza de las elecciones que por estrecho margen ganó Maduro en 2013.
Las manifestaciones de las últimas semanas, si bien parecen haber ayudado al gobierno a distraer la atención de los problemas urgentes del abastecimiento y la inseguridad, han recordado, sobre todo fuera de Venezuela, que para algunos el gobierno arrancó con dudas en cuanto a su legitimidad.
Pero quienes presagian el «final de estallido» para el gobierno de Maduro olvidan que ahora como cuando el Caracazo, en una situación de descontrol las fuerzas armadas no necesariamente están en la disposición, ni en la capacidad, de asumir el poder.
No sucedió con CAP, pese a que el 27 de febrero haya desencadenado la cadena de eventos que condujo al fallido golpe de Estado de 1992 encabezado por Chávez.
En la convulsionada Venezuela de hoy las protestas funcionan como válvula de escape y la rabia popular se disipa en centenares de episodios callejeros, algunos violentos, que aunque hablan de un gran descontento, pueden tener un efecto de catarsis.
El año pasado se escenificaron más de 4000 manifestaciones en todo el país, según cálculos de organizaciones de derechos civiles, organizadas por gremios profesionales, sindicatos, opositores políticos o grupos de vecinos.
Cierto que la historia no espera aniversarios redondos para repetirse, sin embargo, la utilidad política de drenar la insatisfacción popular tiene límites, sobre todo en un país en el que no existe diálogo entre el gobierno y la oposición.