Los disturbios, gases lacrimógenos, perdigones y barricadas en llamas están apagando la vida nocturna en bares, restaurantes y discotecas del este de Caracas, epicentro de las protestas que se viven a diario contra el gobierno de Nicolás Maduro.
Al caer la noche, el municipio Chacao se convierte en un pueblo fantasma cuando termina la batalla campal que desde hace un mes libran diariamente las fuerzas antimotines y los manifestantes radicales que bloquean el paso para protestar contra la inseguridad, la inflación y la escasez de productos.
César, encargado de un bar musical en el centro comercial San Ignacio, no esconde su malestar mientras prepara un cubalibre en la barra: «Si no hay seguridad en la calle, la gente no sale. Mira», le dice a la AFP.
En el local, en uno de los lugares de moda en la vida nocturna caraqueña, la pista está prácticamente vacía: dos o tres parejas bailan y en la terraza sólo hay un par de mesas ocupadas por reducidos grupos.
Desde que el pasado 12 de febrero se propagaran a Caracas las protestas lideradas por estudiantes y un sector de la oposición -y que por ahora han dejado un saldo de 20 muertos en toda Venezuela-, apenas se acercan a su local 15 o 20 personas por noche, poco más el fin de semana. En condiciones normales, suele recibir unos 200 clientes.
«Soy de los pocos que abre», asegura.
Esa noche sólo están abiertos dos de los cinco locales de ese centro comercial situado a pocas cuadras de la Plaza Altamira, donde cada tarde radicales encapuchados lanzan piedras y cócteles molotov contra la policía, que responde con gas lacrimógeno y perdigones en una batalla extenuante que puede prolongarse varias horas.
El panaroma es similar en otras zonas de Chacao e incluso en Las Mercedes, que aunque no está tan sacudido por las protestas callejeras se ha hecho eco del desánimo de los ciudadanos.
Jorge, un ingeniero de 29 años, dejó de salir casi completamente en este mes. «Esto es una locura, crea un ambiente de inestabilidad total. Todo lo que yo hacía en la calle se canceló. Preferimos las fiestas en casa», explica.
«Además, los precios no tienen sentido, abusan demasiado», dice, aludiendo de paso a una de las principales razones de las protestas: la inflación más alta de América Latina, que asfixia el poder adquisitivo de muchos.
Desolación
Basta una vuelta en taxi, circulando entre oscuras calles llenas de basura desmenuzada y cortadas por barricadas -unas solitarias consumiéndose lentamente por las llamas, otras custodiadas por pequeños grupos de jóvenes-, para constatar la desolación, el toque de queda virtual.
En los últimos años, las crecientes cifras de homicidios, atracos y secuestros han ido desgastando poco a poco el ocio nocturno caraqueña. Pero este último mes la lista de restaurantes, bares y discotecas que no abren o abren con horario reducido es muy extensa. Incluso tiendas, cines y teatros se han visto afectados.
Pero a la inseguridad, hay que sumarle otra dificultad: el acceso a los locales.
«Obviamente, la gente no va ir a salir a una zona donde sabe que le puede caer una bomba de gas lacrimógeno o perdigones. No es grato. Pero además el acceso en carro es muy difícil por culpa de las barricadas», explica un encargado de un conocido bar-restaurante en la azotea de un hotel.
Las pérdidas económicas son enormes para el sector. Este local de 35 empleados tuvo que cerrar dos semanas tras el estallido de las protestas, y desde entonces abre de manera intermitente.
«Trabajamos a veces al 5 o 10% de nuestra capacidad. Esto a la larga es insolvente. Nos toca esperar a ver cómo se desenvuelven los hechos», explica.