No parece razonable el que una gran porción de los venezolanos piense que todo marcha de lo mejor, cuando el día a día demuestra exactamente lo contrario y sin distinciones de compromisos o simpatías de tipo político o ideológico
Fernando Luis Egaña
Algunos analistas y personajes políticos, dentro y fuera de nuestro país, se refieren a la situación nacional como si se tratara de dos realidades paralelas. Una que correspondería a la percepción oficialista y otra a la visión opositora. La verdad es que no puedo estar más en desacuerdo con esa apreciación.
En Venezuela no hay dos realidades contrapuestas. No. Hay una sola realidad. La realidad de la mega-crisis o la crisis de dimensión existencial. Que suscite opiniones diversas, es harina de otro costal, pero incluso cada vez se ensancha más el reconocimiento de que esa realidad venezolana es una tragedia para el conjunto de la nación.
Porque una cosa es la polarización tradicional de las preferencias político-electorales que ha caracterizado a la Venezuela del siglo XXI, y otra muy distinta es la consideración mayoritaria, diría que casi consensual, acerca de que el país se encuentra sumido en una crisis de extrema gravedad que tiene expresión en lo económico, lo social, lo político y lo militar.
No parece razonable el que una gran porción de los venezolanos piense que todo marcha de lo mejor, cuando el día a día demuestra exactamente lo contrario y sin distinciones de compromisos o simpatías de tipo político o ideológico.
Cierto que la maquinaria de la propaganda roja, y en especial sus medios de comunicación, se empeñan en transmitir la impresión de una supuesta normalidad festiva, en la que «sobra la comida», «reina la solidaridad popular», impera un gobierno eficiente y democrático, y abundan los grandes logros de la «revolución».
Pero ese masivo y oneroso gasto publicitario no puede sustituir la realidad efectiva de la creciente escasez, inflación, inseguridad y represión, que están haciendo del Estado venezolano, una evidencia de Estado fallido, de régimen quebrado, de hegemonía agotada en su disimulo de legitimidad democrática.
Y volviendo a las pretendidas «dos realidades», no es cierto que haya un bloque sustancial de compatriotas que aplauda la tortura o la represión, o que no le afecte la escasez de alimentos y medicinas, o que no se alarme por la explosión continuada de violencia criminal, o que esté convencido que el presente y el futuro inmediato son un lecho de rosas.
Los jerarcas del poder, la boliburguesía o más bien la boliplutocracia, disfrutan de una vida privilegiada a punta de la corrupción, pero el grueso de los sectores tradicionalmente identificados con el «chavismo», sufre la misma carestía, el mismo desabastecimiento, la misma violencia hamponil y la misma incertidumbre que los demás venezolanos de a pie.
Y todo el que sufre se indigna por ello. Unos lo expresan con más vehemencia que otros, no sólo en atención a sus pareceres políticos sino porque viven en zonas urbanas que, hasta ahora, estaban sometidas a menos presión e intimidación por parte de las bandas armadas, para-militares o «colectivos».
Pero el sufrimiento y la airada molestia ante la crisis traspasa las fronteras convencionales de la consabida polarización. Por eso se presta a tanta manipulación la especie de las «dos realidades» en un mismo país. No es así. Una misma realidad, una misma y profunda crisis, un mismo agobio, y una misma esperanza por un futuro distinto. ¿O es que algunos están tan confundidos que son incapaces de darse cuenta?