Luis Barragán
La flagrancia semántica cubre a otros que suponemos en la acera opositora, sorprendidos por una dramática distracción conceptual. Y, operando un indecible chantaje, la matanza o la sumisión constituyen los únicos caminos que explican las circunstancias actuales.
Incluso, los defensores del diálogo de Miraflores, en ambas aceras, podrían recurrir a otros alegatos para exaltar una postura también válida en el perverso juego político que nos ha atrapado, enfermándonos. Resulta inaceptable que la celebración de ese juego, derive en un ataque a los otros sectores de la oposición disconformes, coincidiendo en la bastarda campaña gubernamental que insiste en fracturar la unidad básica de toda la oposición.
No debe extrañarnos que la principal acusación que corre en la prensa, respecto a esos sectores disconformes, sea la de la extorsión que – reduciendo las cosas al absurdo – igualmente podría imputársele a los que concurrieron a la cita de palacio. Otro falso dilema en boga, solemos contaminar la distinción entre radicales y moderados.
El problema reside en la necesarísima defensa del derecho a la protesta, porque las tasas de homicidios o los niveles de desabastecimiento ya no permiten esperar con paciencia la lentísima y ya improbable rectificación de un gobierno inmutado. La respuesta ha sido la de una represión feroz y morbosa que agrava la situación, añadido el olímpico desconocimiento de los fueros parlamentarios.
Luego, no debe llamarse radicales a quienes ejercen la protesta pacífica, violentamente reprimidos, como fuesen insignes colocadores de bombas caseras o díscolos francotiradores de ocasión, porque – además – es demasiado evidente que las armas de guerra, los artefactos lacrimógenos y otras de las herramientas afines, están en las manos del oficialismo. Ni moderados a los que concurren a las citas de palacio, sin lograr siquiera la liberación de Simonovis que, en condiciones harto dramáticas, ejemplifica las angustias y diligencias de todo un país.
Tildar de radicales a una cardiólogo-pediatra o a una humilde vendedora de arepas, acusadas nada más y nada menos que de actos terroristas, por llevar alimentos a un grupo de estudiantes pacíficos que protestan o, por añadidura, chavista, alertar sobre la supuesta existencia de unas bombas-molotov, dibujan un descomunal exabrupto que no puede contentar a nadie. Quizá asistimos a una enfermedad que los entendidos denominan como demencia semántica, pero lo cierto es que, faltando imaginación, hay quienes tipifican – voluntariamente o no – la coyuntura de acuerdo a los intereses gubernamentales.
Descubrimiento del agua tibia, que se diga que más del 80% de la población encuestada desea el diálogo, nada suma porque – repetimos – es una locura desear la guerra civil. Ya hay estudios de opinión que advierten, después del 2 de febrero del año en curso, no sólo la impopularidad del gobierno, sino avalan mayoritariamente la protesta, nos consideran en una dictadura y hasta señalan un empate entre oposición y gobierno en las llamadas clases E y D.