Quienes luchamos activamente por el cambio debemos comprender que dar un uso correcto al lenguaje político no es una necedad caprichosa, sino una necesidad. Hacerlo, en la práctica, pasa por utilizar un lenguaje propio, nunca el del oponente
Daniel Fermín A.
Si alguien duda de la importancia política del lenguaje, basta que revise los últimos anuncios gubernamentales. Plantea el aumento de la gasolina, pero no dice que va a subir de precio sino que van a “empezar a cobrarla”.
A la devaluación la llama “reevaluación”. Al incremento de las tarifas eléctricas lo denominan “disminución del subsidio a la luz”. A la represión desmedida, “pacificación”. No es una simple cuestión semántica. El lenguaje es una forma de dominación.
Desde el comienzo el proyecto chavista se esmeró en esto. Englobó todo el periodo de la democracia civil bajo el rótulo “IV República”, metiendo en un mismo saco épocas de prosperidad y crisis, lo bueno y lo malo, la verdad y la mentira. En pleno apogeo de la antipolítica, la etiqueta pegó y vemos cómo personajes de oposición la utilizan libremente, incorporándola a su propio discurso. Lo mismo sucedió con el término “escuálido” para referirse a esa oposición política. Hoy no se trata solamente de una expresión despectiva utilizada por oficialistas para desconocer al contrario, sino que muchísimos venezolanos críticos, especialmente en los sectores populares, se asumen como escuálidos, enfatizando en el término una cualidad de identidad política. Hay muchos casos más: en la campaña presidencial vimos franelas que decían “yo soy majunche” y hoy vemos pintas exaltando el “chuckyteo” por parte de los manifestantes en Chacao, en referencia al insulto proferido por Nicolás Maduro en cadena nacional. Esto es una trampa. “¡Pero tenemos patria!”. Autogol.
El lenguaje político es una discusión de valores. El gobierno lo ha entendido y encuadra la discusión valorativa de la política en combinación con lo emocional para disparar, desde allí, todos sus mensajes. En esto le ha sido vital la polarización como estrategia. Lo declaraba Aristóbulo Istúriz recientemente: “solo en la confrontación avanza la revolución”. Cuando polarizan, ganan. El lenguaje polarizador le ha permitido al gobierno manipular el pasado, bloquear nuestro mensaje en los barrios, distraer de los problemas y dividir a los sectores críticos. Al polarizar establecen un enemigo, culpable de todas las calamidades y, a la vez, logran provocar a ese enemigo para que responda en el mismo tono, dándole así “la razón” al provocador. La experiencia de estos quince años ha demostrado, contrario a lo que algunos creen, que despolarizar el discurso político sólo trae beneficios a la alternativa democrática.
Quienes luchamos activamente por el cambio debemos comprender que dar un uso correcto al lenguaje político no es una necedad caprichosa, sino una necesidad. Hacerlo, en la práctica, pasa por utilizar un lenguaje propio, nunca el del oponente. Se trata de comunicar en positivo y con autenticidad, de una manera sencilla que llegue a la gente. Para romper la dinámica perversa de la polarización, debemos dejar atrás el dilema “Chavismo vs. Oposición” y concentrarnos en plantear la lucha en los términos reales: un pueblo que padece contra el mal gobierno, reconociendo que a todos nos afectan los mismos problemas.
Debemos concentrarnos en lo que nos une, más que en lo que nos divide y focalizarnos en sumar. Allí está un pueblo que reclama todos los días por la escasez, la violencia y el abuso. Articularlo para organizar un gran movimiento social por el cambio pasa por sortear la trampa deshumanizante de la polarización, que ha sido la última trinchera del gobierno.