“Mientras no tengamos respuesta, seguiremos aquí, radicalizando la protesta si es necesario”, dijo “Pinky”, encargada del activismo dentro del campamento
“Venezuela está en las calles, y este es el ejemplo”, dijo Euri Caraballo, uno de los encargados del campamento que desde el pasado 24 de marzo se apostó frente a la sede de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) de Caracas, ubicada en el Edificio HP de los Palos Grandes. Exigen que el organismo comisione a Observadores Internacionales para evaluar la situación en Venezuela tras más de dos meses de protesta.
En su periplo del último mes han pasado por acoso de motorizados, intimidación de las fuerzas de seguridad del Estado y la nostalgia de una cama al resguardo de los elementos y alejada de las dificultades de la intemperie. “De vez en cuando vienen camionetas del Servicio Bolivariano de Inteligencia (Sebin) o de la Guardia Nacional Bolivariana (GNB) y pasan lentamente por donde esta el campamento para meternos miedo”.
Y a pesar de todo esto, no pretenden renunciar a sus convicciones: “Mientras no tengamos respuesta, seguiremos aquí, radicalizando la protesta si es necesario”. Le perdieron la esperanza a la oposición, y nunca se le tuvieron al oficialismo. Aspiran una Venezuela en el futuro, un reinicio para el país y no están dispuestos renunciar a su utopía. “Queremos salir de este mal Gobierno, despolitizar las instituciones y que haya independencia en los poderes públicos”, aseveró Pinky, encargada de coordinar el activismo dentro del campamento.
Sacrificios
Empezaron con solo 70 estudiantes, ahora son más 290, y ya no tan solo estudiantes. Los fines de semana se le unen parejas casadas y personas de la tercera edad, se quedan tres o cuatro días y vuelven a sus casas. No pueden permitirse mayores sacrificios.
“Muchos de nosotros han tenido que suspender el semestre y dejar de ir a clases”, explicó Pinky, “a mi me toca estudiar por las mañanas, trabajo en las tardes y vengo acá en las noches para dormir”.
Luego explicó cómo han tenido que subsistir de la ayuda de la sociedad: para usar el baño o tomar una ducha tenían que disponer los que les dejaban usar los habitantes de Altamira hasta La California; se abastecen de agua y alimentos para el campamento con donaciones que les ceden quienes pasan por el lugar, así como de ropa y medicinas.
Náufragos voluntarios
Les toca apañarse, pues, como si de náufragos se trataran, atrapados todos en un mar de asfalto, rodeados de cardúmenes de vehículos. Dispusieron sus carpas en una especie de maqueta de tejido urbano, dividida en calles fácilmente transitables, en pequeñas comunidades de 15 o 20 campistas, encargados de diferentes tareas: algunos de la seguridad y el patrullaje, otros se ocupan del activismos, los demás de logística y de la farmacia improvisada que armaron junto al cafetín, también improvisada.
“No te mentiré, es difícil vivir en las calles, uno duerme en tensión, preocupado de que puedan venir los “colectivos” a hacernos daño: más de una vez han venido a querer amenazarnos”, explicó uno de los campistas que prefirió reservarse su nombre , “y aún así, al vivir aquí se tiene una gran sensación de libertad”.
Y tal vez es por ello que insisten en su pequeña isla de ideales y concreto: es el único lugar que esta Venezuela caótica les ha dado para soñar un país mejor y ponerlo en marcha como mejor puedan. Más allá de las protestas y el Gobierno y la ONU y los Derechos Humanos, estamos en presencia de un inmenso acto de libertad, la libertad de encerrarse en su propia burbuja.
Recuerdos de la represión
Las escaleras de la sede de la Torre HP son el centro de la atención de quien quiera que pase cerca del campamento. Allí es donde hacen gala de cientos de cartuchos de perdigones y latas vacías de gas lacrimógeno, recuerdos de viejas faenas. Justo a lado se encuentra un pequeño altar, donde cada semana mujeres de los alrededores rezan por los estudiantes
Luís Guillermo Valera