«Imagine que se despierta dentro de una caja. Está hecha a su medida, de la cabeza hasta los pies. Es una caja extraña porque puede escuchar absolutamente todo lo que pasa a su alrededor; y, sin embargo, su voz no puede oírse».
«De hecho, la caja se ajusta tan bien alrededor del rostro y los labios que no puede hablar ni hacer ningún ruido. Ve y escucha a su familia lamentando su suerte. Está demasiado frío. Luego demasiado caliente. Siempre tiene sed. Las visitas de sus amigos y familiares comienzan a disminuir. Y no hay nada que pueda hacer al respecto».
Así describe Adrian Owen, de la Universidad de Western Ontario, en Canadá, a la persona en estado de coma, una condición que intriga y fascina a especialistas en todo el mundo.
Las personas en «estado vegetativo» están despiertas aunque inconscientes. Sus ojos pueden abrirse y a veces vagar. Pueden sonreír, agarrar la mano de otra persona, llorar, gemir o gruñir. Pero son indiferentes a un aplauso, incapaces de ver o de entender el habla. Sus movimientos no son intencionales, sino reflexivos. Parecen haber perdido sus recuerdos, sus emociones y sus intenciones, esas cualidades que hacen que cada quien sea un individuo.
Sin embargo, cuando sus ojos parpadean, uno siempre se queda pensando si existe un atisbo de conciencia. Hace una década, la respuesta habría sido un sombrío y enfático no. Ya no.
Mentes atrapadas
Con la ayuda de escáneres cerebrales, Owen descubrió que algunas personas atrapadas dentro de sus cuerpos todavía pueden pensar y sentir en distintos grados.
Hoy en día, mentes atrapadas, deterioradas y disminuidas habitan en clínicas y casas de reposo de todo el mundo. Solo en Europa se calcula que el número de nuevos casos de coma es de aproximadamente 230.000 al año, de los cuales unos 30.000 van a languidecer en un persistente estado vegetativo.
Owen lo sabe muy bien. En 1997, una amiga cercana iniciaba su habitual rutina de ir al trabajo. Anne (nombre ficticio) tenía un punto débil en un vaso sanguíneo de la cabeza, conocido como aneurisma cerebral. A cinco minutos del viaje se produjo la ruptura del aneurisma y se estrelló contra un árbol. Nunca recuperó la conciencia.
La tragedia de Anne forjaría el resto de la vida de Owen. Comenzó a preguntarse si podía determinarse cuáles de estos pacientes se encontraban en un estado de coma inconsciente, cuáles conscientes y cuáles en algún punto intermedio.
Ese año, se había trasladado a la Unidad de Ciencias Cerebrales y Cognición del Medical Research Council en Cambridge, donde los investigadores utilizaban varias técnicas de exploración cerebral que, pensó, podrían ser útiles para comunicarse con pacientes que, como su amiga, estuvieran atrapados entre la sensiblidad y el olvido.
Decisión consciente
Hace medio siglo, si el corazón de una persona dejaba de latir, podía ser declarado muerto a pesar de que era posible que hubiera estado totalmente consciente mientras el médico lo enviaba a la morgue.
En 2011, un consejo de la provincia de Malatya, en el centro de Turquía, anunció que había construido una morgue con un sistema de alerta y puertas de refrigeración que se podían abrir desde el interior.
El problema radica en que la definición científica de «muerte» sigue sin resolverse, así como también la definición de «conciencia». Estar vivo ya no está relacionado con tener un corazón palpitante, explica Owen.
Si tengo un corazón artificial, ¿estoy muerto? Si usted se encuentra en una máquina de respiración asistida, ¿está muerto? ¿La imposibilidad de mantener vida independiente es una definición razonable de muerte? No: si fuera así, todos estaríamos «muertos» durante los nueve meses antes del nacimiento.
Estos pacientes aparecieron por primera vez en la década de 1950 con la creación del respirador artificial en Dinamarca. El invento redefinió el final de la vida en términos de la idea de la muerte cerebral y dio pie al concepto del estado «vegetal».
Pero el tema se torna más complejo cuando consideramos a las personas atrapadas en los diferentes mundos crepusculares entre la vida normal y la muerte. Desde mediados del siglo XX diferentes investigadores han desarrollado conceptos para describir estos estados, desde aquellos en que la persona está consciente pero no puede moverse ni hablar, hasta aquellas que se mueve por reflejo, o las que muestran signos erráticos de conciencia.
En los años 90, mientras trabajaba en un centro de investigación del sur de Bélgica, el científico Steven Laureys hizo un descubrimiento sorprendente: sonidos significativos producían un cambio en el flujo de sangre dentro de las cortezas auditivas primarias del cerebro.
Al otro lado del Atlántico, Nicholas Schiff descubría que dentro de los cerebros lesionados había regiones que funcionaban de forma parcial, grupos de actividad neuronal remanente.
En aquel entonces, los médicos creían que ningún paciente en estado vegetativo persistente era consciente. La persona estaba simplemente muerta en vida.
Owen, Laureys y Schiff proponían replantear la situación de algunos pacientes en estado vegetativo. Algunos de ellos podrían incluso clasificarse como conscientes plenamente y encerrados. Pero el sistema se opuso tenazmente.
¿Alguien quiere jugar al tenis?
Luego llegó la paciente Gillian (nombre ficticio). En 2005, esta joven de 23 años de edad, hablaba por teléfono cuando cruzaba una carretera. Fue golpeada por dos autos. Por entonces, Owen y Laureys buscaban una manera de comunicarse con pacientes en estado vegativo.
Un estudio anterior les dio la clave que necesitaban: un experimento en el que habían pedido a voluntarios sanos que se imaginaran haciendo distintas cosas, como cantar o evocar la cara de su madre.
«Tuve una corazonada. Le pedí a un control sano que se imaginara jugando al tenis. Luego le pedí que se imaginara recorriendo las habitaciones de su casa», explica Owen.
Cada una de estas imágenes activa áreas totalmente distintas del cerebro, generando patrones tan distintos como un «sí» y un «no», que pueden observarse a través de imágenes por resonancia magnética funcional (fMRI, por sus siglas en inglés). Por lo tanto, si a las personas se les pedía que se imaginaran jugando al tenis para el «sí» y caminando por la casa para el «no», podían, técnicamente, contestar preguntas.
Owen le pidió a Gillian que imaginara las mismas cosas y observó patrones de activación sorprendentemente similares a los de los voluntarios sanos. Podía leer su mente.
El caso de Gillian, publicado en la revista Science en 2006, ocupó los titulares de todo del mundo. El resultado provocó asombro y, por supuesto, incredulidad.
«Recibí dos tipos de correo electrónico de mis compañeros: ‘Es asombroso, ¡buen trabajo!’ o ‘¿Cómo usted puede decir que esta mujer está consciente?'».
Los escépticos respondieron que no era correcto hacer estas «deducciones radicales».
Daniel Greenberg, psicólogo de la Universidad de California, en Los Ángeles, sugirió que «la actividad cerebral fue provocada de forma inconsciente por la última palabra de las instrucciones».
Puesto a prueba
Parashkev Nachev, neurólogo de la University College London, dice que se opuso al documento de Owen no por motivos de inverosimilitud ni por un análisis estadístico defectuoso, sino debido a «errores de inferencia».
Aunque un cerebro consciente, al imaginar el tenis, provoca un determinado patrón de activación, no quiere decir necesariamente que el mismo patrón de activación implique conciencia.
Nachev dice que la misma área del cerebro puede activarse en muchos casos con o sin ningún correlato consciente.
Un estudio de seguimiento de Owen, Laureys y sus colegas, publicado en 2010, evaluó a 54 pacientes con diagnóstico clínico de estado vegetativo o de mínima conciencia. En él se descartó que las reacciones en el cerebro de pacientes como Gillian se deba a comportamientos reflejos.
Estos expertos consideran que las activaciones persisten mucho tiempo como para que no sea más que una intención.
Owen agradece a sus críticos. Lo estimularon, por ejemplo, a desarrollar un método deformulación de preguntas que sólo los pacientes sabrían responder. «No es posible comunicarse de forma inconsciente, simplemente no es posible. Ganamos esa discusión».
Para el estudio de 2010, el equipo de Laurey le hizo a un paciente del grupo de 54 una serie de preguntas de sí o no. Era el procedimiento habitual: imagínese jugando al tenis para el sí, recorriendo la casa para el no.
Un paciente en Bélgica, en estado vegetativo durante cinco años, fue capaz de contestar cinco de las seis preguntas sobre su vida anterior, y todas ellas fueron correctas.
«Al mostrarnos que estaba consciente y despierto, el paciente se trasladó a sí mismo de la categoría de ‘no resucitar’ a la categoría de ‘no dejar morir’. ¿Salvamos su vida? No. Él salvó su propia vida», agrega.