La economía tiene un 60% de inflación interanual, pero la gente es feliz
Érase una vez un país con un mandatario tras un bigote negro muy cuidado. Un país con garzas, paisajes bonitos, con riquezas naturales y… gente harta, obstinada de estar pisoteada por el socialismo del siglo XXI. Era este un país que había dejado de sonreír. Un país sin papel toilette ¡Sin papel higiénico! ¡Sin papel de baño! Un país sin comida. Un país endeudado por más de tres generaciones por venir. Un país sin desodorante, ni jabón.
El mandatario, dando vueltas en su palacio, pensando en un sortilegio ante tanto mal, se fue a la ducha. Ideó en sus tres minutos bajo el agua, los únicos que le correspondían como ciudadano, un plan. Crearía un ministerio, un ente público que obligara a ser feliz. ¡Un ministerio para la suprema felicidad social!
La idea le pareció genial. ¿Cómo no se le había ocurrido antes? ¿Por qué su anterior homólogo no lo había pensado? ¿Cómo no podemos pensar en conjunto ideas tan geniales? Sin duda alguna, se dijo frente al espejo, soy un ser superior, ungido de la verdad por el comandante supremo de la revolución.
Se apuró a peinar el bigote. Se fue hasta la sala donde le esperaban sus ministros y acólitos (ya les había entrenado para aplaudir todas sus ideas). Sin pensarlo, sin que se les pasara una idea contraria entre las cejas, le dijeron al dictador que lo debía someter al pueblo, es decir, a la Asamblea Nacional. El pueblo, enloquecido con la idea del hombre del mostacho le aprobó una ley que creó su ministerio. Doradas purpurinas (escarchas) cayeron sobre los hombros del presidente. Un frescor mentolado, como de anuncio de televisión, le llenó los ojos. Una especie de revelación de cuento de hadas iluminó sus pupilas. Era el gobernante de un país feliz. Él, y sólo él, había decretado la suprema felicidad social.
El país de ese dirigente se cae a pedazos, pero es feliz. La economía tiene un 60% de inflación interanual, pero la gente es feliz. Los estómagos de muchos no se sienten satisfechos desde hace tiempo, pero los rostros de quienes los portan son felices. Asesinan a 48 personas por día, pero en lugar de llorar las muertes, la gente está feliz. No hay nada en los anaqueles que comprar para alimentar a las familias, pero son felices los habitantes del país de la Suprema Felicidad Social. ¡Total! ¿Quién necesita otra cosa que no sea felicidad?
La historia no acaba todavía. Siga leyendo esta historia de desvelos.
La carroza del mandatario del bozo, siempre llevada en hombros por los tesoreros de palacio, de pronto, se vio casi en el suelo. Uno de ellos, el elfo de la barba blanca, dejó parte de su parihuela y salió a dar voces, revelando una carta, dando explicaciones que nadie le había pedido.
Más allá, el mandatario, se apeó de su silla, desplegó su enorme cuerpo y señaló a algunos, los dejó en la calle o les dio otras funciones con nombres diversos a los que tenían. Así, como para que la felicidad no se enturbiara. Ordenó que los medios dijeran cosas felices, que la gente sintiera que todo estaba bajo el control de los bufones, de los payasos y saltimbanquis. Nada. Nada podría con la felicidad del país de la Suprema Felicidad Social.
Los opositores, que no eran precisamente felices, terminaron unos presos y otros, como San Pedro, negando su origen. Sus llantos y quejas no podían traspasar los muros del país feliz. Era impensable que alguien dijera que no era feliz.
Era imposible que alguien hablara de hambre ni de necesidades fisiológicas. Nadie podía contradecir al hombre del bigote que todo lo daba por la felicidad.
Y así. Así va este cuento del país de la Suprema Felicidad Social. El país de Nicolás Maduro, el dictador que creyó un día de 2013 que decretando la felicidad haría a un país feliz.
Max Römer