El pasado martes Venezuela contenía el aliento. El presidente, Nicolás Maduro, había anunciado que ese día daría los detalles del “sacudón”, tal y como llama al conjunto de medidas de reestructuración de su gobierno para agilizar la gestión pública ante la crisis económica que azota al país.
El asunto parecía tan importante que el presidente, que debía viajar por la noche a Brasil para participar en la cumbre de los líderes de los BRICS con sus pares de América del Sur, adelantó al mediodía la emisión de En contacto con Maduro, el programa que transmite todos los martes.
Sin embargo, el programa empezó tres horas después de lo esperado. Al retraso se sumó el desengaño posterior. El sucesor de Chávez aplazó sus anuncios hasta el 15 de agosto y abundó en referencias al primer aniversario de su matrimonio con la Primera Combatiente, Cilia Flores, que ilustró con un vídeo de la pareja que ordenó difundir. ¿Qué había pasado?
Las decisiones económicas apremian. La escasez de productos de consumo básicos se hace crónica y la tasa de inflación se acerca a 80% anual. El precio del barril de petróleo —la principal fuente de ingresos— acumula cinco semanas consecutivas a la baja.
El consenso en torno a las medidas correctivas se hace cada vez más difícil de alcanzar en el seno del gobierno, dividido entre un sector dispuesto a adoptar medidas pragmáticas de ajuste para salvar la revolución, y otro que cree que esas medidas, aunque destinadas a conservar el poder, desdibujarían la revolución.
En la correlación de fuerzas del gabinete económico aparece victorioso Rafael Ramírez, ministro de Energía y presidente de la estatal petrolera Pdvsa, favorable al entendimiento con el empresariado y señalado por los acreedores internacionales de Venezuela como el funcionario predilecto para garantizar sus intereses.
No obstante, el paquete de medidas que Ramírez impulsa —que incluye el alza de los precios locales de los combustibles y la unificación de las tasas cambiarias— sigue congelado en la práctica. El propio ministro y Maduro se conforman por ahora con advertir que esas medidas son apenas propuestas “para el debate”.
El sacudón que se debía anunciar el martes es producto de la consultoría realizada por Orlando Borrego, un funcionario cubano de 78 años que fue asistente de Ernesto Che Guevara tanto en el frente guerrillero como en el ministerio de Industrias durante los primeros años de la revolución antillana.
Borrego y un equipo de jerarcas venezolanos, encabezado por el ministro de Planificación, Ricardo Menéndez, están inspeccionando a marchas forzadas la estructura del Estado venezolano para eliminar redundancias y burocracia.
La presencia de Borrego como delegado de La Habana en Caracas adquiere un sentido más político que técnico. El castrismo tiene pocos éxitos que exportar en la gestión de su economía. En cambio, un personaje histórico de la Revolución Cubana cuenta de antemano con la autoridad suficiente para forzar consensos o imponer criterios entre las distintas facciones del chavismo que, desde la muerte del comandante en marzo de 2013, dejan ver cada vez con más claridad sus diferencias y ambiciones sectoriales. En particular, Borrego habría acudido a reforzar las posiciones del vicepresidente Jorge Arreaza, yerno de Chávez, quien opone resistencia en el gabinete económico a los avances revisionistas del ministro Rafael Ramírez.
Más allá de los dogmatismos, Cuba es uno de los actores más interesados en que se prolongue la viabilidad económica de Venezuela, su generoso proveedor de energía y divisas de los últimos 15 años. Para ello sabe que deberán tomarse cucharadas del más descarado pragmatismo.
Todo podrá dirimirse en el venidero III Congreso del PSUV, entre el 26 y 28 de julio. El congreso es la ocasión que la alianza circunstancial de Maduro, Ramírez y el presidente de la Asamblea Nacional, Diosdado Cabello, ha diseñado para tomar control del aparato del partido y borrar del mapa cualquier disidencia ante el cambio de rumbo que se le quiere imprimir a la franquicia chavista.
Información tomada de El País de España