Ahora somos servidores involuntarios de los carceleros mayores, y si ya no nos atrevemos a salir ni de nuestras casas por temor a convertirnos en una estadística más de la impunidad reinante
Salir del país se ha convertido en una necesidad. No es posible una desconexión completa, a final de cuentas, a todos nos duele Venezuela, estemos donde estemos, y aunque tratemos de no hacerles caso, las redes sociales nos persiguen y nos mantienen al tanto de nuestro atribulado acontecer nacional. En todo caso, el ejercicio, ya casi una terapia indispensable, de alejarse un poco del terruño y analizar la realidad patria no como protagonista ni en el escenario, sino desde afuera y como espectador, te ayuda a tener nuevas perspectivas sobre las cosas y sobre todo a valorar, desde las inevitables comparaciones entre lo que es Venezuela y lo que son otros países, el nivel de decadencia que hemos alcanzado.
Somos el pueblo del “rebusque”
Cuando uno sale puede constatar con dolor que mientras otras naciones, con todo y sus evidentes defectos y fallas, se ocupan al menos de hacerles la existencia más sencilla y llevadera a sus ciudadanos. En nuestra nación, siempre a contrapelo, el poder se afana en precisamente lo contrario: En convertir nuestro día a día en un calvario en el que a cada minuto, y a modo de perenne e improvisado capricho, surge un nuevo obstáculo que superar, así sea para llevar a cabo las más elementales tareas de nuestra más básica subsistencia. Todo esto es parte de la deficiencia mental de quienes, en el gobierno, siguen creyendo que es más importante “hacerse sentir”, hasta en el aire que respiras, y “demostrar que “mandan”, que gobernar de verdad y para el bien común.
Así, sumándole además a tales desaciertos la manifiesta ineficiencia en materia de salud, de seguridad, económica y no pare usted de contar, por mucho que los equivocados se empeñen en hacernos creer lo contrario, no es posible ser “la nación más feliz del mundo”. Por el contrario, somos el pueblo del “rebusque”, de la coima, del pónganme donde “haiga” y de la viveza boba. También nos hemos convertido en ciudadanos paranoicos, maleducados, ansiosos y tristes. Ahora somos servidores involuntarios de los carceleros mayores, y si ya no nos atrevemos a salir ni de nuestras casas por temor a convertirnos en una estadística más de la impunidad reinante, eso es porque nos han obligado a ello quienes, desde hace ya casi dieciséis años, nos han demostrado que son capaces de cualquier cosa, menos de dirigir un país.
Un venezolano que fue acosado por el poder
También sirve la escapada para recoger de primera mano esas otras historias, de las que todo el mundo sabe pero poco se habla en Venezuela, que justifican la diáspora que padecemos. Un amigo, otrora un exitoso empresario que le apostaba todo a nuestro país, me cuenta con una mezcla extraña de orgullo y vergüenza que hace unos pocos días, luego de cumplir con varios trámites (ninguno tan complicado como, por ejemplo, sacarse un pasaporte en Venezuela) obtuvo por fin su visa de inversionista en EEUU. En otras palabras, se llevó sus reales, y lo que es más grave, para nosotros, su capacidad de generación de riquezas y de fuentes de trabajo, para otro país en el que subsistir no sea, como lo en Venezuela, un deporte extremo.
Su historia es sencilla, y muy triste. Comenzó cuando Maduro, el irresponsable, le hizo víctima de su nefasto y populista “dakazo”. En solo dos días perdió su negocio todo su inventario y luego, para males mayores, y aunque ya le había pagado al gobierno lo que le tocaba por las divisas que con tan selectiva avaricia administra, se quedó sentado esperando que Maduro le liquidara los dólares necesarios para reponer su inventario y seguir operando. Hasta ahora, ya casi un año después, lo único que ha recibido son burdas excusas. Y por supuesto, la visita de uno que otro “emisario” que enfundado en un chaleco rojo le promete “agilizar” la entrega de las divisas a cambio, eso sí, de “su comisión”. Como es un hombre honesto (es increíble cómo el “sistema” te obliga a convertirte en criminal para sobrevivir) no hay forma de que el gobierno cumpla con su parte del trato, y su negocio, que generaba más de doscientos empleos formales directos, está prácticamente en la quiebra. En otras palabras, ha sido víctima de un robo de proporciones épicas en el que los sujetos activos han sido el poder y sus secuaces.
La gota que colmó el vaso la pusieron unos supuestos funcionarios de la entonces llamada SUNDECOP, que un día se aparecieron en su negocio a “fiscalizarlo” para, luego de un “tira y encoge” entre peticiones de documentos absurdas y amenazas, decirle que lo dejarían tranquilo si les permitía llevarse algunos bienes de su local como “vacuna”. Ya el cuento en sí mismo es bastante malo, si no tuviese un corolario aún más patético. Como la actitud de los funcionarios le generó sospechas, tuvo el coraje de demorarlos un poco para llamar a la SUNDECOP con la finalidad de verificar las identidades y cargos de los “fiscalizadores” y se encontró con la sorpresa de que sí trabajaban para esa institución, pero no tenían autorizado trabajar en Caracas (donde estaba el local) sino en el interior del país. Le recomendó el operador que le atendió que llamara de inmediato al SEBIN para que los arrestara in fraganti, lo cual hizo. El SEBIN llegó y de inmediato detuvo a los extorsionadores.
Hasta allí, todo parecería muy bueno, muy honesto y muy decente, pero no habían pasado cinco minutos cuando los funcionarios del SEBIN, tras llevarse esposados a los falsarios, le pusieron los puntos sobre las íes diciéndole que la “eficiente diligencia” le costaría, en bienes o en metálico (casi que le ofrecieron la opción de pagar a través de transferencias bancarias) más del triple de lo que valían los enseres que los supuestos funcionarios de la SUNDECOP pretendían quitarle originalmente. Si no se avenía a dicho trato, por supuesto, sería también arrestado en el sitio y de inmediato como “cooperador inmediato” de los extorsionadores de la SUNDECOP. Cuando pensó en acudir a la fiscalía, en el momento, para tratar de resolver el problema, se apareció de la nada un fiscal del Ministerio Público que, por supuesto, también pidió su “cuota” para “llevar la fiesta en paz”, en franca connivencia con los funcionarios del SEBIN.
“En Venezuela, la gente como yo es la que sobra”
Pensó en sus hijos, en su esposa, y en su futuro. Estaba claro que no tenía donde acudir en procura de justicia y que el sistema está montado, definitivamente, para evitar que la gente lleve adelante sus negocios con honestidad. Contra todo lo que los sus padres le habían enseñado, contra sus valores y principios, cedió, pero se juró que más nunca se expondría a una situación similar. Tomaría sus bártulos y probaría suerte con su familia en otras tierras. Ama a su país como el que más, pero esta caricatura en la que nos hemos convertido se le ha hecho insoportable.
“Veo claro que, en Venezuela, la gente como yo es la que sobra, la que está de más. Ya no hay espacio para nosotros” -concluye, con evidente melancolía- “prefiero ser parte de estas otras historias que se están forjando acá, que de la leyenda negra en que estos locos han convertido al país”.
Así estamos.
CONTRAVOZ
Gonzalo Himiob Santomé
Twitter: @HimiobSantome