Lo más probable es que sus artífices hayan olvidado que, como lo demuestra la historia, las revoluciones solo son exitosas si duran poco y luego se consolidan en paz. Cuando una revolución permanece y envejece, ya no es revolución, es excusa
La máquina ya va pesada. Su nombre se lee despintado, ajado, y ya está a punto de perder su primera letra. Debe ser sustituida, sin sobresaltos y en paz, pues ya no funciona. Se mueve con lentitud, rompiendo todo a su paso, y es incapaz de mantenerse en su carril sin convulsiones o temblequeos. Sus piezas, otrora unidas y eficientes, a fuerza de ocuparse solo de sí mismas por años, han perdido el engranaje común que les articulaba el sentido y los empeños. Ya no se mueven al unísono ni aceitadas. Se les oyen flojos los tornillos y las tuercas, el óxido la corroe, por dentro y por fuera, y la pintura roja que tan bonita y atrayente le veían tantos hace tiempo, cuando era una supuesta novedad, hoy está descascarada. Ya no brilla ni es capaz de ocultar bajo todos sus retoques apurados su olor a viejo, a trasto usado y abusado, ni su esencial naturaleza: la de tiempo pasado, ese que siempre fue incluso cuando nació, aunque muchos se negaron entonces a verlo.
Un Leviatán que
nos da miedo a todos
Si se la ve de lejos, o desde el otro lado de la vereda, solo puede afirmarse que por ahora su aparatosa presencia luce inmensa y avasallante. Es como un Leviatán mecanizado, inhumano y frío, sin verdadero propósito ni funciones claras más allá que la de seguir sirviendo de guarida y caja chica a unos pocos, o la de negar y neutralizar a todo el que no esté con ella y por ella. Se la ve como un armatoste del que cualquiera apenas puede intuir lo que lleva en realidad por dentro, pero que sin embargo resuena escandaloso, chillón y desajustado cuando suelta al viento sus oscuras y continuas humaredas. Si no estás dentro de ella, lo único que puedes afirmar con certeza de la máquina es que ahora contamina, y mucho. Nos tiene a todos con la lanza en ristre, intoxicados, con el ceño fruncido y la mirada desenfocada, y nos da miedo a todos, a propios y ajenos.
Quizás es porque alguien, desde adentro, hace tiempo le quitó a la máquina sus partes esenciales, las que la hacían auténtica y cercana para muchos. Quizás es porque otros le robaron lo que era necesario para mantener las que al menos en apariencia fueron inicialmente sus bondades, pero lo más probable es que sus artífices hayan olvidado que, como lo demuestra la historia, las revoluciones solo son exitosas si duran poco y luego se consolidan en paz. Cuando una revolución permanece y envejece, ya no es revolución, es excusa.
Una serpiente insaciable
No se puede vivir con la eterna e insaciable pretensión de querer demolerlo, aniquilarlo o cambiarlo todo continuamente. Si ya has acabado con todo lo precedente, pero continúas “sobrerrevolucionado”, al final terminas demoliendo, aniquilando y cambiando hasta lo que tú mismo has logrado. La serpiente que todo se lo ha comido y que aún no sacia su apetito corre el riesgo de encontrarse, ansiosa, hambrienta y ciega, con su propia cola. Lo mismo le está pasando a la máquina. Se automutila y ya no le sirven los pretextos: el enemigo está adentro, no afuera. Eso la carcome.
Perdieron así los operadores su norte, o “su sur”, según se vea, y olvidaron que si al cabo de más de tres lustros de haber presentado al pueblo su máquina, todo lo que esta alcanzaría “sigue pendiente”, si todos sus objetivos “por ahora” siguen “en construcción” y sin alcanzarse, y si todos sus verbos y sueños los conjugan en obsesivo futuro, descuidando el presente común, la verdad que sale a flote es irrebatible: el anhelo del poder, egoísta, habla disfrazado de irrealizables, de inalcanzables, de utopías. Eso no llena los estómagos ni las almas de los pueblos. No hay ideología que cure la fiebre ni que llene teteros. Tampoco sirven los “todo para luego” ni los “ya va” como chalecos antibalas, ni curten la piel contra los puñales o los chuzos, eso lo tiene claro el hampa, que como el hambre y el hastío, también juega.
Lo que queda es
despojo y botín
La máquina tiene algunos resquicios a través de los cuales puedes ver las caras mustias, generalmente rabiosas y ceñudas, de sus operadores, y también una torreta central que corona una silla de mando, que según dicen, domina o debería dominar el ahora destartalado conjunto. El problema es que operador original, su principal oficiante, se fue hace tiempo, y el nuevo aún no termina de dar con las claves que le permitan entender los mandos. Al parecer, tras la partida del principal, esas claves quedaron en manos de algunos de sus legatarios, pero deliberadamente las esconden del que fuera ungido. No lo quieren allí, en la torreta, pero ocultan sus intenciones. Ya les llegará, así lo creen, su momento.
Por ahora, a la espera de tiempos más propicios para dejar caer las caretas, y mientras tienden sus puentes dorados hacia los que les han sido opuestos, sea por treinta monedas o por la promesa de la impunidad disfrazada de inaceptable perdón, como el nuevo es alto y vociferante le dejan jugar a creerse el dueño y señor de la máquina. Le dejan gritar y amenazar mientras mueve palancas y aprieta botones sin tino ni luces, sabiendo que eso lo erosiona y lo debilita. No da la talla, así que le dejan hablar y decir de lo que sabe y de lo que no sabe. Eso les interesa, más allá de uno que otro leco desaforado y pendenciero, que nunca llega a más, está en su naturaleza cobarde evadir cualquier conflicto real con quien intuyan más fuerte o más poderoso. Entretanto, mientras le ven desgastarse, si se cruzan con él le llaman de viva voz “presidente” o “líder”, y le juran mil veces, falaces, una lealtad que en realidad solo se guardan, hoy por hoy, a sí mismos. Ya no está el referente mayor, el único que podía forzarles al recato y evitar rebatiñas entre ellos. Lo que queda es despojo y botín. Todos en la máquina acaparan lo que pueden mientras juegan a esperar “su momento”, ya que cada uno de ellos cree que es más digno del legado que los demás, cada uno piensa que puede hacerlo mejor que el otro… Todos se equivocan.
Cinco motores a punto
de quedar en silencio…
A la máquina se le funden las piezas que le quedan. Esto es evidente. Quizás por eso es hoy más ruidosa y avasallante que nunca. Así son los motores, y esta se preciaba de tener cinco. Cuando ya están cerca de dejar de funcionar de manera definitiva, se les escuchan claras y ominosas las fallas. No importa cuán estruendosos sean estos estertores, son solo el preludio del silencio.
CONTRAVOZ
Gonzalo Himiob Santomé
Twitter: @HimiobSantome