Atleta múltiple, fue de la élite en 4 disciplinas y es miembro del Salón de la Fama desde 1993
Menos publicitada que la del mundial de 1941, pero tan valiosa como ella dada la calidad de los competidores, resultó la victoria del beisbol venezolano en los Juegos Panamericanos de Chicago (1959). Y Raúl Landaeta, fallecido el miércoles, fue uno de los integrantes estelares de ese equipo, donde figuraba como utility y siempre estaba en el campo.
“Cigarrón” -como siempre le llamaron por su tono de voz- fue de los buenos receptores de los 50-60. A los Panamericanos acudió como segundo de William Troconis, pero casi siempre jugaba en los jardines porque, además de fildeador, era sobresaliente con el bate, que usaba de los dos lados del home. Algo entonces algo poco común.
Su presencia allí se debía, precisamente, a ser uno de los principales exponentes en momentos cumbres del beisbol “AA”. Para quienes lo vieron en acción, no había duda que tenía todas las condiciones para triunfar si decidía dar el salto al profesionalismo que, como varios de sus contemporáneos, rechazó.
La versatilidad seguramente le venía de su afición general por los deportes, varios de los cuales practicó desde pequeño. Así como brilló en la pelota, fue de los mejores voleibolistas, figura estelar de la selección venezolana en los tesoneros inicios de un recorrido que hoy le tiene en importante lugar de la jerarquía universal.
También jugó al baloncesto en primera categoría, formando en el combinado del Distrito Federal al campeonato nacional de 1956, año en que logró algo difícil de igualar, ser campeón nacional en cuatro deportes (atletismo, beisbol y voleibol los otros) vistiendo los colores del Distrito Federal. Y su incursión al atletismo, particularmente en el lanzamiento de jabalina, fue considerada como el inicio de alguien con talento para llegar a lo más alto. Solo que faltó tiempo para dedicarle, aunque dejó huella al intervenir en prueba combinada, el pentathlon.
“Cigarron” (Caracas, 1934) fue uno de los últimos atletas múltiples sobresalientes de una década de notable desarrollo del deporte de competencia. Luego se dedicó a labores docentes, para lo cual se apoyó, además del conocimiento, en una muy especial condición humana. Su sensibilidad, su simpatía, don de gentes, le granjearon el cariño de estudiantes y compañeros, como en las muchas amistades que forjó en tan largo deambular por el deporte.
Un deportista y ciudadano de su talla, por supuesto, está en el Salon de la Fama del Deporte Venezolano, al cual fue exaltado en 1993, e igualmente figura, desde 2007, entre los inmortales del deporte de la Universidad Central de Venezuela. Una divisa que defendió, como la el Atlántico, el club de El Cementerio que marcó época en Caracas.
La noticia de su fallecimiento no sorprendió porque era conocida su lucha contra el mal que venía minándolo hace casi una década. Pero igualmente sentida, pues con él se va parte significativa de un tiempo importante del deporte, del cual fue protagonista estelar.
Juegos Bolivarianos, Centroamericanos y Panamericanos. Campeonato mundial (1960) y suramericanos de voleibol -entre otros campos internacionales-, conocieron de su calidad atlética y de su polivalencia, que así como le llevó a los Panam de Chicago en beisbol, le calificó a los de México y Brasil en voleibol. Una versatilidad que -refiere Alfredo López Lagonell en su libro “Los Inmortales del Deporte en Venezuela”- le valió para que, en ocasión de los CAC de 1959 en Caracas, fuera preseleccionado en cuatro especialidades.
Con su muerte se va un personaje inscrito en la leyenda del deporte venezolano, fiel representante de unos tiempos que forjaron buena parte de la base del desarrollo que vivimos hoy.
Para su esposa Ivonne Perera, para sus hijos, vayan nuestras palabras de condolencia. Que descanse en paz.
AN