Pocos han ejercido la ironía como Roberto Gómez Bolaños, actor, escritor, cómico, director y dramaturgo mexicano. El Chavo del Ocho en millones de hogares de América Latina; el Chaves para otros tantos de brasileños; el Chómpiras, un ladrón noble; el Chapulín Colorado —un héroe “más ágil que una tortuga, más fuerte que un ratón, más noble que una lechuga, su escudo es un corazón”—. Chespirito. El creador de estos entrañables personajes de acento mexicano pero en el corazón de tantos latinoamericanos ha muerto este viernes, a sus 85 años.
Hijo de la secretaria Elsa Bolaños-Cacho y del pintor y dibujante Francisco Gómez Linares, Roberto Gómez Bolaños nació en la Ciudad de México el 21 de febrero de 1929, el mismo año en que el astrónomo Hubble descubrió que el universo se encuentra en continua expansión y que los primeros lobos de Wall Street perpetraron su primer crack y hundieron al mundo en la Gran Depresión. Todo esto lo cuenta en su autobiografía titulada Sin querer queriendo (Aguilar, 2006), un libro que descubre a un resuelto narrador.
Pero en los tiempos en que Gómez Bolaños quiso aventurarse en los escenarios, el asunto no era sencillo. Primero quiso subirse a un ring (hizo de boxeador amateur y tras unas cuantas trompadas decidió que aquello no era lo suyo), cumplió el servicio militar —muy a su pesar— y debió sacarse un título de ingeniero por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Que nunca ejerció, por cierto. Finalmente terminó de creativo publicitario en una agencia y de guionista de películas, muchas de ellas de Viruta y Capulina, un popular dueto de cómicos de los años cincuenta.
De aquellos tiempos viene su apodo, Chespirito. Se le atribuye al director Agustín Delgado. El asunto es que de tanta creatividad que rebosaba el mexicano, de baja estatura además, el cineasta, cariñosamente, le dijo que era como un Shakespeare, pero en chiquito. Un Shakespearecito. El mote, mexicanizado, devino en Chespirito.
El gran momento de Chespirito llegó a finales de los años sesenta. Nacieron Los Supergenios de la Mesa Cuadrada, una suerte de tertulia en la que compartía mesa con María Antonieta de las Nieves, Rubén Aguirre y Ramón Valdés. Los televidentes mandaban preguntas de actualidad y los ponientes respondían de manera absurda. “Problema discutido, problema resolvido”, era su lema. Éxito instantáneo.
La creatividad de Gómez Bolaños, que sus primeros maestros bien habían diagnosticado como propia de un géiser, hizo que el programa se extendiera a una hora y se llamó entonces Chespirito. Se convirtió entonces en un espacio de sketches. Aquí nace El Chapulín Colorado y para 1971 había llegado El Chavo del Ocho.
El Chavo del Ocho. Era un niño que vivía en un barril en una vecindad como podría haber sido cualquiera de la Ciudad de México o quizá, aventurémonos, de cualquier metrópoli de América Latina. El Chavo no tenía nombre pero sí un sueño: una torta (bocata) de jamón. Sufría humillaciones, pero su ingenio lo salvaba. Los personajes de la vecindad hacían una burla del enraizado clasismo de la sociedad mexicana. “¡Chusma, chusma!”, gritaba el supuesto niño bien de aquella peculiar tropa, que en realidad era un muchachito de enormes mofletes que se refugiaba tras las faldas de su mamá.
El Chapulín Colorado se cuece aparte. México es un país que, pese a su vocación épica, tiende a mirar con una ceja levantada, por incredulidad, la aparición de un héroe autoproclamado. Así que a Chespirito se le ocurrió un héroe peculiar. Sus “antenitas de vinil» detectaban cualquier mal. Tenía mucha (mucha) torpeza. Pero un gran corazón. Su “chipote chillón” (esa era su arma) vencía a los malvados, sus “pastillas de chiquitolina» le ayudaban a escurrirse de situaciones incómodas y la “chicharra paralizadora” le servía para inmovilizar a sus enemigos y escapar una vez más y dejar a su público, como siempre, fascinado. “¡No contaban con mi astucia!”, espetaba a la cámara.
Falta describir al Chómpiras, el ladrón honrado; el doctor Chapatín, un veterano de Los Supergenios de la Mesa Cuadrada que cargaba una bolsa de papel que nadie supo que traía dentro o Chaparrón Bonaparte, el loco más cuerdo de un patio de vecinos.
Sus programas, bajo distintos nombres, se transmitieron por décadas por la televisión mexicana y en todo el continente a través de Televisa. Llenaba estadios en toda la región. No todo es un lecho de rosas. Siempre planeó sobre él la sospecha de haber actuado en una fiesta infantil para un narcotraficante colombiano (él lo negó con firmeza hasta el final) o que se presentó en Chile mientras el país sufría el sangriento régimen pinochetista. Chespirito decía que él no visitaba gobiernos sino “a los pueblos que disfrutaban su trabajo”.
Gómez Bolaños se casó dos veces, primero con Graciela Fernández, madre de sus seis hijos, y quien murió en agosto de 2013. Y después en 2004 con Florinda Meza, su compañera por décadas y otra infaltable en el amplio abanico de personajes del mundo de Chespirito.
A Chespirito le gustaba contar una anécdota. Un día, en un hospital, un señor de edad avanzada no podía hablar. Pero le brillaban los ojos cuando aparecía el programa de Gómez Bolaños y aún más cuando aparecía El Chapulín Colorado. Pasaron días y semanas. Finalmente, los médicos quedaron fascinados. El paciente habló. Solo dijo una palabra: Chapulín.
En México, el amor por Chespirito se lleva por dentro e incluso es conflictivo. Hay algunos que lo niegan de plano. Y no es común que se proclame, pero el hecho es que su programa no se ha dejado de transmitir y los derechos por sus personajes generan tantas ganancias que han provocado terribles peleas entre los otrora amigos del elenco. En México ha sido acusado de hacer un humor simplón, de pastelazo e incluso insultante.
Pero él, en el servicio militar, recordaba que un día se quedó dormido cuando era momento de hacer honores a la bandera. Cuando se iza el lábaro patrio y todos los jovencitos que cumplen la tarea deben estar firmes y serios. Pues Gómez Bolaños estaba dormido y cuando lo despertaron, lo único que se le ocurrió decir fue: “¡Y a mí qué me importa, carajo!”. Craso error. Su superior, ya bajados los ánimos, le dijo: “Antes no te mandé fusilar”. Chespirito reflexionaba: “Quizá yo sí merecía algo semejante. Pero la verdad es que no solo amo entrañablemente a mi país, sino que me encanta nuestra bandera y siento algo muy bonito cuando la veo”.
Con información de El País de España