“Marcelo está mal. Desde su celda de máxima seguridad padece día a día 40 grados centígrados de calor sofocante, viendo además que sus problemas de la columna, y lo que es más grave, ese implacable cáncer en la piel que cada día le roba un trozo más de vida, le tratan con la misma crueldad que le muestran sus captores”
Gerardo está enterrado en vida
Gerardo no tiene derecho a saber si es de día o de noche. Lo mantienen bajo tierra, en una celda completamente blanca y sin ventanas, en la que la monocromía solo la rompe el gris de la exigua cobija que cubre su catre. Una pálida luz permanece encendida las 24 horas del día y una cámara espía todos sus movimientos. Sus abogados no lo pueden visitar. Son “órdenes de arriba”, le dicen. Únicamente recibe el consuelo semanal de su familia en unas visitas restringidas y apuradas que son su único contacto con el mundo exterior. Sabe, sin embargo, que no está solo. Otros comparten con él, a esa misma profundidad y en las mismas condiciones, esos pequeños y aterradores espacios que hasta los mismos custodios llaman “las tumbas”. Así se siente él, en un sepulcro, enterrado en vida.
Goza, sin embargo, de breves escapes. Tal es la hondura de su encierro, y tan intensa es su necesidad de conocer cuánto tiempo pasa en esas tristes condiciones, que ha agudizado su oído para acompasar su ritmo diario al primer y al último tren del metro, que en esas profundidades, se sienten a través de las gruesas paredes de su ergástulo. Solo así puede saber cuándo comienza y cuándo termina un día, aunque su sistema nervioso, privado de cualquier posibilidad de regularizar su melatonina, no asimila el truco y sigue buscando pautas y normalidades que Gerardo tiene, también por “órdenes de arriba”, vedadas.
Hasta sus carceleros saben que nadie debe ser sometido a tratos semejantes, mucho menos cuando el gobierno se precia continuamente de su supuesto “humanismo”. Pero eso al poder no le importa. Más le afana usarlo a él, y también a otros, como “ejemplos”. En este mundo al revés que padecemos, si un alto funcionario disfruta de los aviones de PDVSA para el goce privado de su familia, o si otros violentan y hasta matan a los demás vistiendo de rojo, eso no es tan grave como cometer el pecado de alzar la voz contra el presidente. La espiral del miedo que a tantos paraliza no se alimenta sola, es insaciable y no sabe de humanidad ni de respeto a los DDHH. La regla a imponer es la del silencio, sin atenuantes.
Gerardo lidia dignamente con su soledad, con la injusticia, con los daños a su salud que todo esto le produce y hasta con los “zamuros” (rábulas oportunistas ávidos de exposición mediática) que cada vez que pueden se le acercan para hablarle mal de sus defensores y para prometerle villas y castillos que, él lo tiene muy claro, hoy por hoy no son más que espejismos. Sin embargo, aunque le robaron injustamente la luz del sol y su libertad, no han podido quitarle el amor por sus hijos. Para ellos es y fue siempre su lucha. Ellos son su fuerza y su bastión.
El “pecado” de Marcelo:
ser activista de DDHH
Marcelo sigue tratando de asimilar su infortunio. Le resulta difícil, pues es abogado y no hay nada peor para una mente entrenada en las artes de la ley que sufrir, en carne propia, la irracionalidad de los abusos del poder. También le resultan muy duras las paradojas que supone su encierro. Marcelo fue Director de Yare I, y tenía bajo su mando y supervisión a la que hoy es la Directora de Yare III, lugar en el que lleva más de 220 días detenido ¿Su pecado? Ser activista de DDHH y haber asistido legalmente y de manera gratuita a unas personas en un allanamiento. Fue detenido, bajo engaño además, en el momento en el que prestaba sus servicios a quienes se lo pidieron, sin estar cometiendo delito ni tener orden de captura dictada contra él. Fue detenido por ejercer su profesión.
A veces piensa que tampoco se le perdonan las duras palabras que contra la persecución injusta de manifestantes, pronunció en febrero de este año, cuando le tocó, como voluntario del Foro Penal Venezolano, asistir en una audiencia a varios de los jóvenes detenidos en una causa delicada: La que luego serviría para procesar a Leopoldo López.
Marcelo está mal. Desde su celda de máxima seguridad padece día a día 40 grados centígrados de calor sofocante, viendo además que sus problemas de la columna, y lo que es más grave, ese implacable cáncer en la piel que cada día le roba un trozo más de vida, le tratan con la misma crueldad que le muestran sus captores.
Está preocupado por sus hijos de 3 y de 5 años de edad. Vivía en un apartamento alquilado y era el único sostén de su familia. Llega diciembre y no podrá estar con ellos. Eso le duele mucho más de lo que se permite reconocer. Ya no dicta sus clases de derecho penal, y la verdad sea dicha, a veces se cuestiona si su amor por el conocimiento y la enseñanza vale aún la pena.
Es que la sevicia se le dispensa sin atenuantes. Lo importante, para quienes le tienen sometido, no es que esté enfermo o que merezca en todo caso ser juzgado en libertad, sino el mensaje que el poder envía a los demás abogados del país: “No se metan a redentores. Si defienden a un “apátrida”, a un “guarimbero” o a un estudiante revoltoso, aunque la ley esté de su lado, son ustedes unos criminales”.
Sin embargo, cada noche (Marcelo, al menos, sí puede ver desde su celda la luz del sol) ve un trocito de cielo nocturno en el que, si tiene suerte, a veces se coloca como si fuese solo para él, una estrella. Entonces se calma. Sabe que no es un criminal, y que en todo caso ese mote cala más en quienes, con sus abusos, le robaron el abrazo navideño de sus hijos. La justicia llegará, Marcelo lo sabe.
Inés no desfallece
Esta semana Inés esperaba tranquila que la dejaran en libertad. La orden la había dictado el tribunal que lleva su causa, a solicitud de la fiscalía. Es una muchacha apasionada, de carácter fuerte. Eso la llevó a emitir públicamente muy duras palabras contra el gobierno y sus agentes. Ese era su pecado, y hasta cierto punto ella misma lo reconocía como tal.
Pero eso es una cosa y otra, muy diferente, es que tus trinos te lleven a la cárcel. Así no funcionan la democracia ni los DDHH. Además, la pena que en todo caso le correspondería, en caso de ser condenada, no permite que se la mantenga encarcelada durante el proceso. Por ello había sido acordada su libertad; pero no contaba Inés con el tamaño de la maldad contra la que luchaba.
Pasaban los días, y sus carceleros no la dejaban salir. Excusas mediante, minuto a minuto empeoraba el olor de la triquiñuela que preparaban contra ella. El gobierno no estaba dispuesto a respetar ni la Constitución que dejó el “gigante”, y tenía que demostrar que, contra los suyos, ni el pétalo de una rosa. Le llegó al cabo de cuatro días de incumplimiento descarado de una orden directa del tribunal, una sorpresa sin atenuantes: El mismo juzgado que había ordenado su libertad, a instancias de la misma fiscalía que la había pedido, le había revocado la medida y había ordenado (cruel ironía) su “captura”, pese a que sus captores jamás la habían liberado.
Inés no desfallece. Sus ideales son incapturables. La lucha por su libertad sigue. Ella sabe que su causa es a la vez la de millones de personas que no están dispuestas a tolerar que en Venezuela, como era antes, mande más un policía que un juez.
CONTRAVOZ
Gonzalo Himiob Santomé
Twitter: @HimiobSantome