Nada de ese pulso para ofrecer singular relectura de las circunstancias es ajeno al excepcional trabajo de Pedro León Zapata
El humor político descolla entre las manifestaciones más espléndidas del genio criollo. Flotando a expensas del choque contra los poderosos, nuestros humoristas -en especial quienes encontraron en el periodismo impreso inmejorable tribuna para su obra- logran trazar una suerte de historia no-oficial: una crónica meticulosa, no convencional y dinámica, que registra los vaivenes de la política nacional, los traspiés del gobernante de turno, su humanidad sin disfraz posible. La crítica a través de la ironía, el doble sentido o el brillante desplazamiento de significados; el chiste luminoso y mordaz, el señalamiento a veces despiadado pero no menos reflexivo y la promesa de que, ante situaciones límite, la tensión será conjurada por la sonrisa (la “discreta ganancia de placer” dirá Freud) han sido sus armas vitales. “El humor es una forma de hacer pensar sin que el que piense se dé cuenta de que está pensando”, retozaba bellamente Aquiles Nazoa. Poco hay tan antipático como ser forzado a pensar, y nada tan liberador como ser persuadido a hacerlo a través del juego intelectual que propone el humorista.
Gracias a ese lúdico proceso se plantea un redescubrimiento del conocimiento: el humorista expone su íntima visión sobre una realidad que observa, disecciona y traduce libre y amablemente. “El humor oficia así de coartada para el advenimiento fulgurante de alguna verdad que atañe al sujeto y que militaba hasta ese instante en lo imposible de decir”, dice Luis Campalans. No hay silencio capaz de imponérsele, entonces, ni prohibición, ni símbolos sagrados, ni censura que corte su respiración. Para el humorista -sofisticado paridor de nuevos sentidos- denunciar lo que ve no es opción: es drama esencial que atañe a su naturaleza. Nada es tan adverso al poder vertical y sus restricciones, por tanto, que esa ineludible tentación de desnudar –y aliviar, de algún modo- el alma de una sociedad, con todo y sus miserias, sus miedos, sus prejuicios, sus insondables carencias.
Nada de ese pulso para ofrecer singular relectura de las circunstancias es ajeno al excepcional trabajo de Pedro León Zapata. Humorista, artista, caricaturista, escritor, intelectual múltiple, sincrético y prolífico, símbolo de la resistencia de la inteligencia en una Venezuela asfixiada por épocas oscuras y que luego, a ratos, parecía recobrar el aliento en tiempo ganado para la democracia. Eso sí, Zapata nunca hizo venias al poder: sus “Zapatazos” –ese “corto ensayo de sociología”, apuntaba Guillermo Morón- no dejaron de desgranar las cuitas de una desnutrida Coromotico, resonando implacables desde el ranchito imposible; o el cáustico comentario de los camaleones, o la mordiente guasa de las beatas. Tampoco hubo Gobernante capaz de eludir el público juicio: ni Betancourt, ni Caldera, CAP o Chávez. Sí hubo, claro, más o menos tolerancia, más o menos sabiduría para reírse de sí mismos y aceptar la crítica como vía para la auto-revisión.
Nuestro humorismo ha sido “una forma de reflexionar ante la barbarie“: a tono con el pensamiento de Cabrujas, Zapata no dio tregua al reclamo de justicia, a esa noble batalla de las ideas contra el oscurantismo local. Lo lamentable, es que una obra anclada en el enaltecimiento de un conocimiento ilustrado, pero profundamente globalizador -ese que hoy sólo recibe desaires del Gobierno- pareciera haber sido leída desde la rígida cosmovisión del Poder como bofetada imperdonable contra su autoridad. Tal vez por eso el ofensivo silencio ante la muerte del artista, la ausencia de homenajes, la retaliación trocada en indiferencia: una antítesis del hondo duelo que sintió ese otro país, conmovido hasta la orfandad por la partida de uno de sus más entrañables símbolos de identidad y pertenencia.
A merced de esa indolencia, alarma saber que la vocación por el fracaso de muchos países se cimenta en el insulto a la inteligencia, la descalificación del esfuerzo y el pensamiento crítico. En nuestro caso, el acelerado deterioro de los valores, la pérdida de afecto por la belleza; el desprecio por el conocimiento, el logro académico o expresiones de la cultura tachadas de “elitistas” o “burguesas”; la homogeneización ideológica y la despiadada mutilación del lenguaje, son signos que hacen ósmosis indistinta a todo nivel de la sociedad venezolana. Son esos los estragos que hacen más punzante la pérdida de faros como Zapata, cuya luz contrastaba con una dinámica donde la mediocridad parece estar ganando la batalla. Uno teme entonces que la frase que se atribuye a un lisiado Millán Astray – “¡Muera la inteligencia!”- lanzada en plena Universidad de Salamanca en 1936, se instale aquí bajo la forma de una atroz morisqueta.
Pero, ¿dejaremos que la sombra se imponga? Como Unamuno, toca responder: “Venceréis (…) Pero no convenceréis. Para convencer hay que persuadir…” Justo lo que Zapata propone en hermoso legado de lucidez, humor y creativa rebeldía: la idea que nos persuade de que a la inteligencia corresponde prevalecer, por encima de todo.
Mibelis Acevedo Donís
@Mibelis