Todos los miércoles, incluso en Navidad y Año Nuevo, los perros Lancelot y Juci tienen la misión de animar y hacer sonreir a los niños internados en el único centro médico de Quito donde se atienden a menores con cáncer.
Se dirigen a los cuartos de los niños más desanimados, sobretodo de los que tienen pronósticos fatales.
«A veces ya no quieren comer, sus mamás no los visitaron, no quieren recibir la medicación, ya no quieren hablar con el doctor», relata a la AP Verónica Pardo, dueña de los perros, quien realiza el trabajo voluntario desde 2005.
Ella coloca una manta encima de la cama hospitalaria y sube a los perros, previamente desparasitados y bañados.
Entonces el pequeño milagro se produce.
«Los niños sonríen, hablan, se inyectan de vida», dice Verónica que usa un mandil rojo y una camiseta de cuadrados que tienen dibujados la cara de un perro dentro de cada uno de ellos.
Los perros se quedan echados y los niños los acarician, si el perro observa que le toman confianza se levanta y lame a los pequeños. Se construye una relación tan perdurable que solo la muerte destruye.
Así ocurrió con Dana, de siete años, quien le tomó cariño a Lancelot antes de fallecer a inicios de agosto.
«Cuando murió sus padres me dijeron: ‘no tienes idea de cómo mi hija se divertía los miércoles’. Así que fui al entierro y le dejé una foto con los perros que fue colocada dentro de su cajón blanco a los pies de ella», dice Pardo.
La partida de Dana, tan reciente, provoca que Lancelot, un cocker americano de 15 meses, todavía se acuerde de ella.
Al inicio los canes solo ingresaban al jardín del hospital para jugar con los niños antes de la quimioterapia.
Pero entre 2005 y 2010 las estadísticas del hospital arrojaron que los miércoles, menos niños se hospitalizaban porque sus niveles de adrenalina subían al jugar con los perros, lo que les otorgaba mejor resistencia a las quimioterapias.
Eso provocó que se autorice el ingreso de los canes a las camas donde están los pequeños.
Edison, un niño campesino de ocho años, cuyo cáncer va disminuyendo, ahora está feliz con la visita de Juci.
«Cuando entró Juci, una Parson Russell Terrier blanca de cinco años, Edison la abrazó fuerte y dijo yo quiero mucho a los perros», relata Pardo. «Él sabe mucho de animalitos porque vive en el campo y los perros lo motivan», añade.
Pardo, de 38 años y madre de dos, dice que la misión que cumple junto a sus perros es un agradecimiento a la vida.
Descubrió que tenía epilepsia hace una década, pero su esposo, Mauricio Dávila, un adiestrador de animales, preparó a uno de sus perros para que le avise a ella diez minutos antes de que se inicien las convulsiones.
Ella y Mauricio tienen un centro veterinario. Y, además de Lancelot y Juci, posee otros 16 canes a quienes involucra en la visita a los pequeños pacientes con cáncer.
«La vida no es solo para recibir, también es para dar. Yo voy un día a la semana al hospital, los niños con cáncer y sus familias están años lidiando con la enfermedad», concluye. AP