La culpa de todo la tiene Steven Spielberg y su película Tiburón (Jaws, 1975). Es de esos largometrajes que he visionado tropecientas mil veces y cuyo hechizo sigue ejerciendo una fuerte atracción sobre mí. Cada vez que veo uno de sus fotogramas en mi televisor no puedo dejar de mirar hasta que el jefe Brody y el profesor Hooper se agarran a una tabla y empiezan a nadar con la corriente a favor hasta las costas de la Amity Island (creo que a estas del partido alturas a nadie le ofenderá el spoiler).
No exagero si digo que he visto la cinta más de 30 veces y me sé algunos diálogos de memoria. Es imposible no disfrutar con la química de los personajes interpretados por Roy Scheider, Robert Shaw (magnífico como Quint)
y Richard Dreyfuss que van a la caza y captura de un gran tiburón blanco(Carcharodon carcharias) mientras se escuchan las fanfarrias compuestas por el maestro John Williams. En aquella historia hay muchos personajes que no acaban bien, pero el que sale peor parado de todos es el escualo. Desde entonces se ha ganado (sin comerlo ni beberlo) el título de “el terror de los mares”.
Repito, la culpa la tiene Spielberg. Desde que se estrenó su película es el responsable de colocarles el San Benito de asesinos a los tiburones blancos, pero también es el causante de que desde niño tuviera un deseo irrefrenable de contemplar a estos fascinantes animales en su hábitat natural. Ese sueño que parecía imposible se hizo realidad hace unos meses en el viaje a Sudáfrica que hice con Aventura Africa.
Bucear con tiburones blancos en Gansbaai
Existe un Amity en Sudáfrica que se llama Gansbaai. Al igual que sucede en la cinta de Spielberg, este pueblo de pescadores vive del turismo, pero no del de sol y plana, sino de las actividades relacionadas con el avistamiento, buceo y submarinismo con tiburones blancos. Nada de perseguirlos, más bien todo lo contrario, ya que esta especie se encuentra en peligro de extinción.
Viajeros de todos los puntos del globo llegan hasta esta pequeña localidad cada año para estar cara a cara con el tiburón blanco. Gansbaai está ubicada a unas dos horas y media en coche de Ciudad del Cabo y justo enfrente de Dyer Island, una isla repleta de focas y cuyo entorno cumple todas las características necesarias para que sea el lugar del planeta donde se han avistado más ejemplares de tiburones blancos. Aunque la excursión se puede hacer en un día desde la capital legislativa de Sudáfrica, es mejor evitar el indecente madrugón durmiendo en la propia Gansbaai. Yo me alojé en el impresionante y lujoso Grootbos Hotel.
La aventura suele empezar en el puerto de Kleinbaai desde donde parten muy temprano los barcos que salen a avistar al tiburón blanco. Hay muchas compañías que ofrecen este servicio repartidas por todo Gansbaai, yo me subí a la embarcación de Marine Dynamics cuyo precio ronda los 1600 rand sudafricanos (120 €), aunque lo hice a través de la empresa Aventura Africa (de españoles que viven en Sudáfrica). La probabilidad de contemplarlos es elevadísima, tanto como la emoción de divisar a estos impresionantes colosos del mar.
Dentro de la jaula con el tiburón blanco
Antes de que parta el barco, te ponen un pequeño vídeo de seguridad y te cuentan un poco la vida y milagros de los tiburones. Lo que me resultó muy curioso es cuando contaron que al año mueren más personas electrocutadas por tostadoras que por ataque de tiburón (otra vez, maldito Spielberg). Luego una especie de tractor coloca la embarcación en el agua y a toda mecha se dirige a su cita diaria con el gran blanco.
Si os digo la verdad, en ningún momento pasé miedo, es una sensación de subidón y emoción indescriptible, tanto que la adrenalina hizo que escuchara en mi mente la BSO que John Williams compuso para la mencionada peli. De repente el barco se para en el lugar que los expertos conocen tan bien y montan una jaula en la que debes meterte tras embutirte en un traje de neopreno. Ya no hay vuelta atrás, pulsaciones a 120 y al agua.
Dentro de la jaula te olvidas de todo. El mar está frío pero se puede soportar con el neopreno un rato bien largo. Al contrario de lo que me había imaginado, cuando estás entre aquellos barrotes sientes una serenidad inenarrable, como pocas veces había experimentado en mi vida. Quizá sea la concentración por tratar de divisar el tiburón blanco, pero casi no te das cuenta de como tiran la pasta de pescado o el cebo para atraer a una bestia de más de cuatro metros de larga. Tú te agarras a la jaula y cuando desde arriba te gritan “down” te sumerges para estar cara a cara con tus miedos.
El día que viví esta inolvidable experiencia el mar estaba un poco turbio, pero el tiburón blanco pasa tan cerca de la jaula que puedes ver esos inexpresivos ojos de muñeca, sus maravillosos dientes de color marfil o su inconfundible aleta dorsal. Durante un instante el tiempo se congela y en el mundo sólo estáis él, tú y una insólita paz interior, nada más.
Esa es la parte más bonita y espectacular de la experiencia de bucear con tiburones blancos. La mala es que el barco y la jaula están más de una hora quietos en mar abierto y probablemente acabes echando la papilla por la borda como me sucedió a mí al salir de la jaula. Aún así es de esas aventuras que tienes que vivir una vez en la vida para romper muchos mitos y encontrarte a ti mismo. Yo no me lo pensaría dos veces, dicho y hecho. ¿Te atreves?