Siga por la calle principal, cuente tres semáforos y gire a la izquierda en el tercero. Allí encontrará una caseta de seguridad.
“Es una casa blanca con azul, la entrada es por la puerta del estacionamiento”, se lee en el correo electrónico con las instrucciones. “Es imperativo que en la caseta de vigilancia mencione que va a la casa y no a Ciboulette Privé”.
La capital venezolana está viviendo un auge de restaurantes clandestinos concebidos para esquivar la crisis económica, la corrupción y el crimen, rememorando los famosos “paladares” que proliferaron en las casas de Cuba durante la década de 1990 tras la caída de su benefactor soviético.
Chefs y propietarios se quejan de que administrar con rentabilidad un restaurante de la manera tradicional es cada vez más problemático, puesto que los controles del Gobierno socialista limitan el aumento de los precios, a pesar de la galopante inflación, y en el país el soborno se ha convertido en la única vía para lograr los permisos.
Además, la creciente delincuencia ha obligado a los comensales a buscar establecimientos privados y más seguros, mientras que la escasez de alimentos que azota al país hace que sea difícil mantener un menú fijo.
“Mantenemos la ubicación de nuestro restaurante en secreto. Nadie lo sabe hasta que nos llama. Es un restaurante ilegal”, reconoció la chef principal del Ciboulette Privé, Ana, de 24 años, quien pidió omitir su apellido y la locación exacta del patio de la casa de su prima, en un barrio acomodado de Caracas, donde funciona el mesón.
Los comederos privados dan a cocineros y clientes más flexibilidad y, sobre todo, menos escrutinio.
El elegantemente decorado Ciboulette Privé abrió en octubre y sirve a 16 personas cada noche bajo un árbol de mango, rodeado de obras de arte en los muros del jardín y discos de vinilo como manteles individuales.
La tarifa fija es de 3.000 bolívares por persona. Apenas unos 7 dólares al tipo de cambio del mercado paralelo que ronda los 410 bolívares, pero unos 475 dólares calculados al sobrevaluado cambio oficial de Venezuela de 6,3 bolívares.
En bolívares la suma representa casi la mitad de un salario mínimo mensual: demasiado costoso para la mayoría de los venezolanos que incluso deben pasar horas bajo el inclemente sol del Caribe para comprar alimentos como leche o carne a precios subsidiados.
La altísima inflación del país se ha ido comiendo el poder adquisitivo, dejando poco espacio para el entretenimiento.
Al menos media docena de pequeños restaurantes sin permisos o registros han surgido en Caracas en el último año, principalmente a través de publicidad “boca en boca”.
El Gobierno venezolano no respondió a las solicitudes de comentarios. Sin embargo, cocineros y dueños dijeron que los funcionarios gubernamentales toleran sus negocios e incluso los visitan en ocasiones.
“SOY UN CONTRABANDISTA”
Para abastecerse, los administradores de los restaurantes invierten horas recorriendo tiendas y proveedores por la escasez generalizada que plaga la economía en recesión y los precios del menú cambian de una semana a otra como síntoma de la inflación que se estima se dirige a los tres dígitos.
También deben recurrir al mercado negro de alimentos donde se venden con sobreprecio productos regulados por el Gobierno a costos inflados.
Algunos de los restaurantes privados cobran en dólares estadounidenses, bordeando las leyes locales, pero siguiendo una tendencia en la que la moneda extranjera -o su valor equivalente en el mercado paralelo- es la base de las transacciones.
En el sector Los Chorros, una zona privilegiada del este de Caracas, Eduardo Moreno, de 53 años, dirige La Isabela. Es conocido como el pionero del negocio en Venezuela.
“Hace aproximadamente unos 9 años me di cuenta de que la situación iba a empeorar drásticamente”, dijo sentado en la terraza llena de plantas de su casa con estilo colonial que hace las veces de restaurante.
Moreno cobra 55 dólares por persona, preferiblemente pagados a través de una transferencia bancaria internacional. En el ambiente actual de Venezuela la cifra es dolorosamente costosa para cualquiera que no tenga un salario en moneda extranjera, una minoría amparada por grandes transnacionales o diplomáticos.
Moreno envía su menú cada semana por correo electrónico a un grupo de clientes habituales, con platos aderezados con ingredientes que trae de los viajes que hace al extranjero cada dos semanas.
“Y llego a Venezuela lleno de contrabando”, dijo con una sonrisa. “Soy un contrabandista. Traigo comida de la India, Francia, Indonesia, España”, prosiguió.
Muchos de los restaurantes preferirían tener operaciones en regla, pero el clima económico resulta sofocante. “No puedes ser legal en un país donde todo es ilegal”, zanjó Moreno. Reuters