La tranquilidad del hogar, los cultivos propios y los dulces de palma son algunos de los secretos de la vietnamita Nguyen Thi Tru, que a sus 122 años es la más longeva del mundo, según la Asociación Mundial de los Récords.
Postrada en una hamaca de su casa en un suburbio rural de Ho Chi Minh (antigua Saigón), la anciana, de aspecto frágil, sonríe a los visitantes a su llegada pero ya no habla apenas, y hace cuatro años que empezó a perder la consciencia.
Las piernas débiles y finas como el alambre que asoman debajo de su pijama marrón ya no le sirven para sostenerse y necesita atención casi continua.
Es su nuera más joven, Nguyen Thi Ba, de 76 años, quien se ocupa de ella durante todo el día y duerme a su lado por la noche.
Ambas descansan sobre sendas camas sin colchón, en una choza de paredes de uralita y techo de lona que han habilitado en la parte trasera de la vivienda familiar.
“Tuvimos que trasladarla aquí porque se hace sus necesidades encima y dentro era más difícil limpiarlo. Aquí se siente mejor porque no hace tanto calor”, explica la nuera.
La tranquilidad de esta familia se vio alterada de manera repentina el pasado 15 de abril, cuando la Asociación Mundial de los Récords la declaró la más anciana del mundo y comenzaron a llamar periodistas a su puerta.
“No sabemos bien cómo ocurrió, nosotros no reclamamos nada, alguien de la Administración debió de darse cuenta de que había nacido en 1893 y avisó a la asociación”, dice la cuidadora.
Si bien es la mujer más anciana del planeta según la Asociación Mundial de los Récords, con sede en Hong Kong, la organización Guinness sólo reconoce a la neoyorquina Susannah Mushatt Jones, de 116 años.
Los documentos del registro civil vietnamita que indican que Tru nació el 5 de mayo de 1893 aún no han sido validados por Guinness.
El marido de Tru falleció en 1975 a los 85 años de edad (ella tenía 82) y de los diez hijos que tuvieron, sólo dos siguen con vida.
El menor, marido de la cuidadora, falleció el pasado marzo a los 85 años.
“Tiene ya dos tataranietos, pero nos resulta muy difícil hacer cuentas del número de nietos y bisnietos, son muchos”, comenta Ba.
La centenaria mira con ojos curiosos cómo su nuera va dando detalles de la existencia apacible que ha llevado a caballo entre tres siglos.
“Ella siempre se ha quedado en casa, ni siquiera iba al mercado, siempre ha comido las verduras, el arroz, las frutas, la carne y el pescado de nuestra granja. La familia tenía muchas tierras”, dice.
Uno de los pocos vicios de esta mujer que nunca probó el alcohol son los dulces de azúcar de palma y de plátano, que todavía toma de vez en cuando.
Sólo sufrió sobresaltos durante la Guerra de Vietnam, cuando los terrenos cercanos a su casa se convirtieron en campos de batalla y tuvo que mudarse, pero ni ella ni sus familiares resultaron heridos.
“Mi suegra nunca ha estado en un hospital. Ahora viene un médico a verla a veces porque tiene flemas y no sabe expulsarlas”, comenta Ba.
Entre sus rasgos más característicos, la nuera destaca su generosidad, siempre dispuesta a echar una mano.
“Recuerdo que incluso en tiempos difíciles para nosotros, nunca se negaba cuando los vecinos le pedían algo de comida. Siempre ha tenido muy buen carácter, dicen que las suegras y las nueras no se llevan bien en Vietnam, pero no es mi caso”, cuenta.
Durante la conversación, la centenaria sigue intercambiando sonrisas con los visitantes y de vez en cuando extiende la palma de la mano como si pidiera limosna. “Siempre espera que todo el mundo le dé comida”, se disculpa Ba.
La centenaria permanece en silencio y solo cuando su nuera termina de hablar señala el foco de neón que ilumina la choza y pronuncia sus únicas palabras de la conversación: “Apaga la luz”.