He allí, pues, el entrampamiento, la compulsión a repetir, a re-sentir ad infinitum las reminiscencias de un pasado que no se logra superar
“Antes de la revolución no sabíamos quiénes éramos o quiénes eran nuestros enemigos. Chávez nos abrió los ojos.” Con desafiante rictus, así dejaba constancia de su fe una partidaria del proceso bolivariano, aludiendo a esa suerte de milagrosa reapropiación de una identidad de la que antes “el verdadero pueblo” ni sospechaba. Muchos señalan que en esa transformación simbólica de las relaciones poder- pueblo (Chávez cultivó la genuina sensación de que en la presidencia estaba uno de ellos) reside la conexión emocional, cuasi religiosa, que hizo posible el éxito de ese discurso.
Claro, como efecto colateral e inevitable también implicó la transferencia de eso que Peter Sloterdijk llama el “banco de odio” de las revoluciones: el resentimiento, esa acumulación de rencores individuales conducidos en el tiempo según una suerte de “plan de venganza” contra la afrenta de enemigos históricos (la burguesía, el Imperio, la oligarquía, la “derecha apátrida”… en fin) y cuya sentencia maniquea cavó en Venezuela una insalvable línea entre “buenos” y “malos”. En este caso, penosamente, el resentimiento de un hombre, de un grupo persuadido de haber sido sometido a vivir al margen de la distribución de la riqueza y el poder, pasó a ser el gran sentimiento cohesionador –ingrata ironía- en el que se reconoció gran parte de una nación.
Algo muy venenoso hay en todo esto: y es que aun cuando los motivos para el rencor pudiesen ser legítimos, aun conquistando eso que tanto deseó, quien porfía en esa victimización privilegiada que le impide saldar deudas de su “imperdonable” exclusión, no encuentra nunca eficaz lenitivo: y hará pagar al mundo por ello. El resentimiento (esa patológica, caótica compulsión que tal vez libró de la muerte a Edmond Dantès, objeto a su vez de la envidia ajena; pero que al final casi lo entierra en vida junto con la posibilidad de encontrar cierta paz) termina convertido en hambre insaciable, un talego sin fondo que condena a su portador.
“El resentimiento paraliza la comunicación, descarrila todo debate basado en ideas claras y crea puntos contenciosos inamovibles. El resentido es sordo: no oye sino el latido de su propio y atribulado corazón” dice el escritor Andrés Hoyos al referirse al uso político del resentimiento.
En sociedades donde, a merced de la honda desigualdad social, la torcida brújula del rencor (una forma de antipolítica) logró trocar lo anormal en normal –en Latinoamérica, en general, aun no nos libramos del acoso de la Teoría de la Dependencia, promotora de la lucha de clases como factor de movilización popular contra el enemigo imperial, según decía Gunder-Frank en 1968- el resentimiento floreció cual robusto avío de identificación grupal (“Él es uno de los nuestros, su indignación también nos pertenece”).
El odio jamás superado y consistentemente cebado, anti-valor sobre el cual se sustenta la sobrevida del proyecto bolivariano, pareciera en ocasiones ser más efectivo que la virtud para mantener vínculos que diferencien del adversario. De allí la desorbitada metralla mediática desde el Gobierno (evidente en el manejo del crimen de Liana Hergueta en manos de presuntos “patriotas cooperantes”, pero presentados con obvio piquete por Maduro, Cabello y Jorge Rodríguez como militantes de partidos de oposición).
De allí también, quizás, que muchos simpatizantes del régimen, aunque defraudados por su obvia ineficiencia, se resistan a identificarse con la oposición: perdonar, creer, sería una suerte de traición al regalo de ese “orgullo de ser”, esa identidad común, descubierta y reivindicada. Sería la negación de la “conciencia de clase”, cuya revelación da cuerpo a la diferencia originaria, la humillación histórica, la tirria cuya existencia hasta ayer se ignoraba.
He allí, pues, el entrampamiento, la compulsión a repetir, a re-sentir ad infinitum las reminiscencias de un pasado que no se logra superar. Al carecer de pensamiento de futuro, “el sujeto rencoroso es un mnemonista implacable. No puede perdonar ni perdonarse”, dice el psicoanalista Luis Kancyper. Ante lo cual, surge inquietud fundamental: ¿qué sucederá si Venezuela no se libra del enajenamiento provocado por ese rencor cultivado durante años en la política? ¿Cómo cambiará su historia, cómo accederá al progreso si tanto oficialistas como opositores se atascan en la vendetta purificadora; esa que, está visto, jamás llegará?
“Aquellos que en esta historia/ Sospechen que les doy palo/ Sepan que olvidar lo malo/También es tener memoria”, canta Martín Fierro. Si bien no se trata de renunciar al pasado ni ignorar obvias injusticias o crímenes, necesitamos pasar, como sugiere Kancyper, de la Memoria del rencor a la Memoria del dolor: salir de la reinstalación de la pulsión de muerte para admitir el pasado como experiencia y no como lastre: para organizar –mediante la pulsión de vida– “una señal de alarma que protege y previene la repetición de lo malo y da paso a una nueva construcción”.
Nada fácil. Pero dado el reto que propone el futuro, la lógica es “no acelerar el carro atascado en el barro”: urge arrancar la mala hierba del resentimiento (Nietzsche) y redefinir una nueva conciencia nacional. Porque, ¿qué sociedad que aspira a cierta sanidad puede soportar tal autodestrucción?
Mibelis Acevedo Donís
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