El cierre del paso fronterizo más importante entre Colombia y Venezuela amplía la distancia entre los dos países.
El puente Simón Bolívar, que se construyó sobre el Río Táchira para unir a Colombia y Venezuela, y cuyo nombre le hace honor al libertador de lo que antaño fue una sola nación, está cerrado desde el pasado miércoles, 20 de agosto. Desde entonces, una barrera de alambre de púas atraviesa los siete metros de ancho del puente, y hay guardias uniformados y armados de cada lado. No es la primera vez que se cierra este paso, pero la sensación por estos días, no es de un cierre temporal, sino de que algo se quebró entre los dos países.
Desde el pasado viernes hasta el lunes, lo único que llegaba por el puente desde Venezuela eran malas noticias. Cientos de colombianos que vivían indocumentados del otro lado en barrios de invasión, construidos en los márgenes de San Antonio durante la última década, empezaron a ser deportados. Según datos de Migración Colombia, unos 861 colombianos han sido enviados en los últimos cuatro días. Muchos otros están retornando por sus propios medios.
¿De qué huyen? De lo que le pasó a Marley Díaz, una mujer de 39 años que llevaba 10 viviendo en Venezuela. La Guardia Nacional llegó hasta su ranchito de zinc, y después de requisarlo y constatar su status migratorio irregular, se la llevaron y a su casa la marcaron con una D. ¿Deportada, desplazada, desterrada? No, la D es para demoler todas las casas que se encuentren sobre terrenos inestables, que no estén construidas con materiales sólidos y que sean de colombianos indocumentados en las zonas en donde el Gobierno venezolano está efectuando la “Operación Liberación al Pueblo”. Lo más demoledor es que no les dan tiempo de sacar sus electrodomésticos, colchones, ollas, matas, entre otras cosas que hoy son recuerdos.
¿Por qué? “Por unos pocos que actúan mal, nos hicieron pagar a todos”, dice Marley. “Desde que Maduro subió, empezó contra nosotros (los colombianos) esa discriminación. Lo tratan a uno como trapos”. El sobrino de Marley se encontraba entre los primeros 50 deportados que llegaron el viernes. Cuenta que los guardias venezolanos insultaban e intimidaban a los hombres, acusándolos y señalándolos de ser cómplices de delincuentes y de paramilitares. Decían que estaban buscando a un hombre apodado “El Paisa”. Las autoridades venezolanas aseguran que el cierre fronterizo se mantendrá hasta que capturen a los hombres que dispararon la semana pasada contra dos tenientes y un cabo de la guardia, el detonante de la operación militar y la posterior crisis humanitaria.
Las historias más tristes son las de las familias que han quedado desmembradas. En la tarde del lunes dos madres se reencontraron con sus hijas pequeñas, pero según el ministro del Interior colombiano, Juan Fernando Cristo, más de 30 niños se habían quedado sin sus padres en Venezuela. Juan Carlos, -no da el apellido porque dice que fue “desplazado” por el conflicto colombiano- y su esposa, una venezolana tachirense, buscaban cupo en un refugio. La guardia lo detuvo en San Cristóbal, pero logró escaparse y regresó hasta su casa a por su compañera. Empacaron lo que pudieron en un morral y cruzaron por el río el lunes en la mañana. “Al señor que nos alquilaba la casa le dijeron que si se la seguía arrendando a colombianos, la iba a perder”, dice. El que perdió la esperanza de ver pronto a sus dos hijos pequeños, que se quedaron en Venezuela con su exmujer, es Juan Carlos.
El lunes autorizaron el cruce por el puente de un grupo de venezolanos. En la fila para pasar estaba Maira Medina. Entre lágrimas contaba que su esposo, y el padre de sus tres hijas, es un colombiano que ha intentado nacionalizarse venezolano en más de cinco oportunidades, pero no ha podido. “Lo han maltratado mucho,” dice avergonzada de un anti colombianismo que siente que hay en ascenso por parte del gobierno de su país. Maira trabaja como cocinera de una de las escuelas estatales en San Cristóbal, y su esposo como albañil. El se quedará en Colombia y ella regresará a Venezuela donde la esperan sus niñas.
“El puente está quebrado, ¿con qué lo curaremos?” dice una popular ronda infantil colombiana. “Con cáscaras de huevo”, reza el siguiente verso, que parece un eufemismo del diálogo diplomático que sostendrán las dos cancilleres este miércoles, en medio de una tensión creciente entre ambos países y que no parece que se vaya a resolver con otro concierto de música binacional en la frontera, como aquel liderado por Juanes en 2008 sobre el puente Simón Bolívar.
El cierre del paso fronterizo más importante entre Colombia y Venezuela amplía la distancia entre los dos países.
El puente Simón Bolívar, que se construyó sobre el Río Táchira para unir a Colombia y Venezuela, y cuyo nombre le hace honor al libertador de lo que antaño fue una sola nación, está cerrado desde el pasado miércoles, 20 de agosto. Desde entonces, una barrera de alambre de púas atraviesa los siete metros de ancho del puente, y hay guardias uniformados y armados de cada lado. No es la primera vez que se cierra este paso, pero la sensación por estos días, no es de un cierre temporal, sino de que algo se quebró entre los dos países.
Desde el pasado viernes hasta el lunes, lo único que llegaba por el puente desde Venezuela eran malas noticias. Cientos de colombianos que vivían indocumentados del otro lado en barrios de invasión, construidos en los márgenes de San Antonio durante la última década, empezaron a ser deportados. Según datos de Migración Colombia, unos 861 colombianos han sido enviados en los últimos cuatro días. Muchos otros están retornando por sus propios medios.
¿De qué huyen? De lo que le pasó a Marley Díaz, una mujer de 39 años que llevaba 10 viviendo en Venezuela. La Guardia Nacional llegó hasta su ranchito de zinc, y después de requisarlo y constatar su status migratorio irregular, se la llevaron y a su casa la marcaron con una D. ¿Deportada, desplazada, desterrada? No, la D es para demoler todas las casas que se encuentren sobre terrenos inestables, que no estén construidas con materiales sólidos y que sean de colombianos indocumentados en las zonas en donde el Gobierno venezolano está efectuando la “Operación Liberación al Pueblo”. Lo más demoledor es que no les dan tiempo de sacar sus electrodomésticos, colchones, ollas, matas, entre otras cosas que hoy son recuerdos.
¿Por qué? “Por unos pocos que actúan mal, nos hicieron pagar a todos”, dice Marley. “Desde que Maduro subió, empezó contra nosotros (los colombianos) esa discriminación. Lo tratan a uno como trapos”. El sobrino de Marley se encontraba entre los primeros 50 deportados que llegaron el viernes. Cuenta que los guardias venezolanos insultaban e intimidaban a los hombres, acusándolos y señalándolos de ser cómplices de delincuentes y de paramilitares. Decían que estaban buscando a un hombre apodado “El Paisa”. Las autoridades venezolanas aseguran que el cierre fronterizo se mantendrá hasta que capturen a los hombres que dispararon la semana pasada contra dos tenientes y un cabo de la guardia, el detonante de la operación militar y la posterior crisis humanitaria.
Las historias más tristes son las de las familias que han quedado desmembradas. En la tarde del lunes dos madres se reencontraron con sus hijas pequeñas, pero según el ministro del Interior colombiano, Juan Fernando Cristo, más de 30 niños se habían quedado sin sus padres en Venezuela. Juan Carlos, -no da el apellido porque dice que fue “desplazado” por el conflicto colombiano- y su esposa, una venezolana tachirense, buscaban cupo en un refugio. La guardia lo detuvo en San Cristóbal, pero logró escaparse y regresó hasta su casa a por su compañera. Empacaron lo que pudieron en un morral y cruzaron por el río el lunes en la mañana. “Al señor que nos alquilaba la casa le dijeron que si se la seguía arrendando a colombianos, la iba a perder”, dice. El que perdió la esperanza de ver pronto a sus dos hijos pequeños, que se quedaron en Venezuela con su exmujer, es Juan Carlos.
El lunes autorizaron el cruce por el puente de un grupo de venezolanos. En la fila para pasar estaba Maira Medina. Entre lágrimas contaba que su esposo, y el padre de sus tres hijas, es un colombiano que ha intentado nacionalizarse venezolano en más de cinco oportunidades, pero no ha podido. “Lo han maltratado mucho,” dice avergonzada de un anti colombianismo que siente que hay en ascenso por parte del gobierno de su país. Maira trabaja como cocinera de una de las escuelas estatales en San Cristóbal, y su esposo como albañil. El se quedará en Colombia y ella regresará a Venezuela donde la esperan sus niñas.
“El puente está quebrado, ¿con qué lo curaremos?” dice una popular ronda infantil colombiana. “Con cáscaras de huevo”, reza el siguiente verso, que parece un eufemismo del diálogo diplomático que sostendrán las dos cancilleres este miércoles, en medio de una tensión creciente entre ambos países y que no parece que se vaya a resolver con otro concierto de música binacional en la frontera, como aquel liderado por Juanes en 2008 sobre el puente Simón Bolívar.