La sentencia afirma, casi en la misma línea, primero, que Leopoldo López exigió la renuncia del presidente, lo cual cualquiera de nosotros puede hacer, y que lo hizo pacíficamente, como lo ordena la Constitución… pero después, concluye que, igual, va preso
“…utilizó el arte de la palabra, para hacer creer en sus seguidores que existía una supuesta salida constitucional, cuando no estaban dadas las condiciones que pretendía, como era, (sic) la renuncia del Presidente de la República, el referéndum revocatoria (sic) que sólo podría estar previsto para 2016, su propósito a pesar de sus llamados a la paz y a la tranquilidad, como líder político era conseguir la salida del actual gobierno a través de los llamados a la calle, la desobediencia de la ley, y el desconocimiento de los Poderes Públicos del Estados, (sic) todos legítimamente constituidos…”.
Esta es, textualmente, parte de la “motiva”, como la llamamos los abogados, que utilizó la juez Barreiros para justificar su reciente y más conocida condena: la dictada contra Leopoldo López. Es del supuesto uso del “arte de la palabra” por parte de López de lo que habla este extracto, de muy breves líneas, tomado además de las apenas nueve páginas que, escuetas, insignificantes y minúsculas ante las doscientas ochenta y tres que componen el texto completo del fallo, sirvieron para justificar, en un muy deficiente y contradictorio uso de la palabra por cierto, lo injustificable.
Sentencia con cabos sueltos
Seré crudo y duro, a riesgo de que mi “arte de la palabra” me lleve a una condena: Este es un texto judicial que pasará, no de manera luminosa por cierto, a la posteridad como ejemplo de los extremos a los que se puede llegar cuando en el estrado mandan la obediencia sumisa y el absurdo, que no la Constitución, el conocimiento, la lógica o la ley. No ha sido el único, lamentablemente, puesto que son ya casi tres lustros de providencias surrealistas y obtusas en las que nuestros jueces exprimen y tuercen el sentido de las normas y hasta del lenguaje para forzar a los verbos, sustantivos y adjetivos a significar lo que no significan y a representar lo que no representan… pero en este caso la barra se ha forzado demasiado.
Trataré de no ser muy “leguleyo” en el análisis. Las primeras reglas a respetar dentro del quehacer jurídico, especialmente cuando de administrar justicia se trata, son las del sentido común y las de la lógica. En una sentencia, sobre todo si es condenatoria, ninguna afirmación, ninguna conclusión, puede dejar cabos sueltos ni prestarse a dudas. No existe limitación a los derechos de las personas más grave que la que se logra a través de la imposición de una sanción penal, tanto es así, que en algunos países ésta puede llegar a ser hasta la pena de muerte del condenado. En consecuencia, en la aplicación de las normas penales deben respetarse principios muy rigurosos, pues como herramienta formal de control social (todo derecho lo es) es la más onerosa, la más drástica, la que más costos supone no solo para los justiciables, sino para el propio Estado, y al final, para la sociedad misma.
Esto aplica especialmente cuando se trata del análisis del lenguaje como supuesto medio de comisión de cualquier delito. A las palabras jamás debe sacárselas, de forma acomodaticia y sesgada, del contexto en el que fueron pronunciadas, no pueden ser sustraídas “a dedo” de la frase que les da su sentido completo, ni mucho menos puede forzárseles a representar algo distinto de lo que su significado literal posible autoriza. Ninguna otra rama del derecho es tan exigente en cuanto a esto. Esto parece habérsele olvidado, si es que alguna vez lo supo, a la Juez Barrientos.
Se “presume” culpabilidad
pero no se prueba
Revisemos. Si se afirma en una condena que una persona utilizó una herramienta cualquiera, un arma o una habilidad específica, para cometer un crimen, debe aclararse cuál fue ésta exactamente y bajo qué condiciones y de qué manera, concretamente, se usó. Siendo así, si se afirma que López utilizó “el arte de la palabra” debe probarse, además de que esto ocurrió, cómo ocurrió y qué consecuencias trajo. La simple afirmación de los hechos no basta, ni siquiera basta la simple relación de las palabras dichas, es menester concatenarlas con los acontecimientos y probarlas como causas, ciertas e indiscutibles, de determinadas consecuencias punibles.
Si se dice que en uso de tal herramienta “se hizo creer” a un grupo de personas tal o cual cosa, debe indicarse también, sin que quepa duda de ello, a quiénes exactamente se les “hizo creer” algo, cómo sucedió y específicamente qué fue lo que se les hizo creer. Más allá, debe demostrarse también, no presumirse, que en efecto lo dicho por el supuesto culpable influyó en la voluntad, en la psique, de esos terceros, determinando con ello sus conductas exteriores que, además, deben probarse como lesivas, como delictivas. Acá, de nuevo, no caben suposiciones. Si una persona creyó o no lo que dijo otra, eso es un hecho, subjetivo, interno, pero un hecho al fin, que debe ser demostrado. Si además se afirma que este grupo de “terceros” actuó sobre la base de lo que se “le hizo creer”, qué hizo tal grupo, cuándo lo hizo, y cómo lo hizo también debe probarse y además, debe determinarse si lo hecho por estos terceros es o no un delito ¿La razón? Influir en otros para que hagan algo que no es delito, como es lógico y de Perogrullo, tampoco es delito.
Igual “vas preso…”
En el extracto de la sentencia se afirma alegremente que “no estaban dadas ciertas condiciones” para, por ejemplo, la posible renuncia del presidente, cuando la verdad es que pedirle pacíficamente a cualquier funcionario que renuncie a su cargo es un derecho ciudadano que no está sometido en nuestra Carta Magna a ninguna “condición”, y éstos pueden renunciar a sus cargos en cualquier momento. Por ello, si a ver vamos, siempre “están dadas” las condiciones para que un funcionario renuncie o para que se le pida que lo haga. Dice también el fallo que se hicieron “llamados a la desobediencia de la ley”, pero no precisa cuáles fueron las leyes que, supuestamente, se estaba llamando a desacatar, ni mucho menos, en quiénes y de qué manera, estos “llamados” calaron.
Pero he de cerrar con lo más grave, con la violación de la más elemental lógica y coherencia, patente en el fallo, cuando mientras se da por demostrada (pero no se prueba) la supuesta ilegalidad de la acción de López, que dependería definitivamente de si fue violento o no su discurso, a la vez se aclara textualmente que éste no hizo ningún llamado violento (lo que legitima y valida sus acciones) sino que hizo “llamados a la paz y a la tranquilidad”. La sentencia afirma, casi en la misma línea, primero, que López exigió la renuncia del presidente, lo cual cualquiera de nosotros puede hacer, y que lo hizo pacíficamente, como lo ordena la Constitución… pero después, concluye que, igual, va preso. Esto viola también un principio jurídico básico en Derecho Penal, que es el de la “Unidad del Injusto”, según el cual lo que está permitido (exigir pública y pacíficamente la renuncia de un funcionario cualquiera) no puede a la vez estar prohibido, ni mucho menos constituir delito. Así estamos.
CONTRAVOZ
Gonzalo Himiob Santomé
Twitter: @HimiobSantome