Siempre lo he dicho, y además Caracas todos los días me da lo que se necesita para constatarlo: entre los grises, el continuo mirar por encima del hombro y todo eso que nos hace a veces odiarla intensamente, siempre se cuela un rayo de luz, un trocito de magia, algún asombro que nos recuerda por qué amamos tanto a la Odalisca rendida a los pies de ese Sultán enamorado que es y para siempre será el Ávila. Solo hay que saber dónde mirar.
Este cuento es real. Hace unos días salí, como cada vez que puedo, a correr un poco. Les ruego que no me malinterpreten, no estoy alardeando al narrarles esta historia, no soy maratonista, atleta, ni nada de eso. Solo soy un cuarentón, cercano a cincuentón, un poco pasado de peso, que quiere cuidarse y dedicarle a su salud al menos una hora al día antes de arrostrar la brega cotidiana con la que todos lidiamos en este país desencajado. Cuando “ya no se tienen quince”, hacer ejercicio cada día no es un solo un divertimento, es una necesidad. Al menos así me lo recuerdan cada vez que pueden los médicos, sobre todo cuando tu mamá se fue temprano a causa de un infarto y tu abuelo por parte de papá, en su momento, también. Riesgo genético por los dos lados pues, así que toca preocuparse y ocuparse.
Todo el que corre sabe que las batallas que se libran en ese breve espacio en el que pateas el suelo como si en ello se te fuera la vida, no admiten faranduleo ni son contra nadie en particular, son contra ti mismo. El único y verdadero enemigo a vencer te mira cada mañana desde tu espejo, echándote en cara tus excesos y tus flojeras. No saben cuánta razón tienen los que te dicen que la parte más dura de todo entrenamiento es superar la modorra matutina y ponerse los zapatos. Lo demás viene solo.
Así que soy, o fui hasta hace poco, un corredor solitario. La única carrera en la que he participado fue hace más de un año, una de una popular marca de bebidas deportivas, y eso fue porque mi compadre Henry, asiduo corredor, me regaló la inscripción por mi cumpleaños, que coincidió con el día de la carrera. Fue divertido, lo confieso, pero prefiero el espacio de introspección que cada mañana me brinda mi solitaria escapada al asfalto. No llevo audífonos mientras corro, para estar pendiente de lo que pasa a mi alrededor (la calle no es muy amistosa con los corredores) y para poder pensar en paz y sin interrupciones. Así aprovecho para meditar sobre lo que haré durante el día y poner en orden sentimientos e ideas y para cavilar, cuando toca, sobre qué escribiré cada semana. Ese día, mientras corría, pensaba en el cuento navideño que, como todos los años, publicaría esta vez.
Desmadejaba una historia mientras buscaba mi ritmo y sentía el frío decembrino en el rostro, cuando un ruido extraño e inusual me sacó de mis pensamientos. Era un sonido raro, una mezcla entre arañazo y jadeo muy cercana, tan cercana que aunque varias veces volví la vista para ver de qué se trataba, al principio no pude verla. Solo cuando ya había dado mi primera vuelta, la vi.
Detrás de mí, una perrita, evidentemente callejera, marcaba su paso y me seguía. Al principio no hubo nada particular en ello, pues no son pocas las veces en las que un perro cualquiera se te acerca cuando corres. Debe ser algo instintivo, pero no siempre vienen con buenas intenciones, así que me puse en guardia.
Sin embargo, no pasó nada malo. La perrita se limitaba a ir detrás de mí. Podía desistir cuando así lo quisiera, o también adelantarme cuando le viniera en gana, pues a final de cuentas es un cuadrúpedo mucho más ágil y veloz que este bípedo regordete, pero no mostró el más mínimo interés en hacer ni lo uno ni lo otro.
Me tocaba marcar 8.5 kilómetros. Pensé, “sobrado” como decimos acá, que la perrita se cansaría y se iría, pero estaba equivocado. Tanto perseveró sin alejarse de mí que hasta los obreros de las construcciones con las que topo en mi trayecto, que me ven cada día en las mismas lides, empezaron a bromear sobre mi nueva compañera de trote. La perrita, sin quererlo, se había convertido en todo un acontecimiento vecinal. Hasta unos Testigos de Jehová, que esa mañana tomaron nuestra calle, empezaron a decir “¡Alabado sea Dios!” cada vez que nos veían pasar.
¿Qué podría estar pasando por la mente de la perrita? Vivía en la calle, eso era evidente, y si alguna vez había tenido dueño nadie podía saberlo. Quizás se sintió atraída por el ritmo continuo de mi carrera, quizás le llamó la atención, mi (me imagino) no muy grato olor a ejercicio mañanero, pero quizás había en su demostración algo mucho más denso: Tal vez, como todos nosotros en algún momento, quiso dejarse llevar y sentirse parte de algo que fuera más allá de ella misma.
Entendí que la perrita, sumida en privaciones y faltas de afecto que muy pocos de nosotros podemos siquiera imaginar, lo que quería era escapar de su propia soledad. Buscaba amor, como todos nosotros, y no me ofrecía más que su lealtad a cambio. Me dio una lección que me enterneció.
Terminé, y apenas crucé mi meta final, me detuve y me agaché para agradecerle el gesto. Me miró con ojos adustos, sin un dejo de miedo, y sencillamente se acercó y apoyó su cabeza en mis rodillas. La acaricié y mis manos quedaron negras, impregnadas de la suciedad que llevaba en ella como un emblema, pero no me importó. El vigilante de mi edificio, que fue testigo de todo, salió de inmediato con un cuenco con agua que le ofreció a mi compañera, pero ella prefirió quedarse en mi regazo. Luego busqué a mi esposa y le conté toda la historia, y bajamos con algo de alimento para la perrita. Ella no lo aceptó. Volvió a acurrucarse en mí y allí se quedó hasta que tuve que irme. Me di cuenta entonces de que tenía un pronunciado bulto en el cuello, así que traté de llamar a un veterinario que fuera a atenderla, pero siendo diciembre y ya cercana la Navidad, fue imposible que alguno acudiera. Decidimos llevarla a cualquier clínica que nos la recibiera, pero cuando la buscamos de nuevo, ya no estaba.
Pasaron dos días en los que no pude correr, pero “Yotrota” (así la llamé para mí mismo) no abandonó mis pensamientos. El 24 de diciembre volví a correr, y no puedo negar mi ansiedad mientras bajaba. Ya no quería correr solo, y ansiaba de corazón encontrarme de nuevo con “Yotrota” para que me acompañara en mis vueltas. Al principio no la vi, así que empecé a correr un poco apagado. Pero al cabo de unos minutos volví a escuchar detrás de mí ese sonido raro que aquella primera mañana me había desconcertado.
Me volví y allí estaba ella, siguiéndome. No podría asegurarlo, pero quienes tienen perros saben de qué hablo: “Yotrota” sonreía.
Dios fue este año muy generoso conmigo. Entre muchas otras bendiciones, me dio una esposa maravillosa, una hija mágica y un pequeñín por venir… y también me dejó un hermoso regalo de Navidad: Ya no troto solo, ahora tengo una compañera. Espero que me deje cuidarla para que así sean muchos los kilómetros y la vida que recorramos juntos.
CONTRAVOZ
CONZALO HIMIOB SANTOME