“Odioso para mí, como las puertas del Hades, es el hombre que oculta
una cosa en su seno y dice otra”.
Homero
Hasta quien es uno de los intelectuales más respetables de la izquierda mundial, y además fuera hasta hace nada uno de los más importantes referentes de Chávez y del chavismo en general, Noah Chomski, en varios de sus ensayos sobre la “Guerra contra el Terror” (entre ellos “Distorted Morality: America’s War on Terror”. Harvard University, 2002, que no son precisamente benévolos con “El Imperio” del que, con harta hipocresía por cierto, tanto reniegan de la boca para afuera algunos de nuestros “revolucionarios mayameros”, tan “patriotas” y “anti imperialistas” y a la vez tan ganados a tener sus verdes y sus propiedades en la tierra de Mickey Mouse) lo tiene claro: un hipócrita es una persona que le aplica a los demás los estándares que no se aplica a sí mismo. O lo que es lo mismo, hipócrita es el que se niega a aceptar que lo que tiene por “bueno” o “malo” para sí mismo, debería tenerlo igualmente como positivo o negativo para los demás.
Si nos guiamos entonces por esas definiciones, pocas veces en la historia de Venezuela se ha visto un despliegue de hipocresía tan grande, y tan peligroso, como el que ahora, ante la contundente derrota del madurismo en la Asamblea Nacional el 6D, se ve en nuestro Gobierno y en sus principales voceros.
Hagamos un breve ejercicio hipotético. Imaginemos que el pasado 6D el oficialismo hubiese obtenido la mayoría calificada en la AN. Seguramente Lucena no hubiese sido tan lenta en la difusión de sus famosos resultados “irreversibles” y no hubiésemos tenido que esperar tanto para conocer, en el lado opositor, la hipotética derrota. De inmediato Maduro, acompañado por todos los diputados oficialistas electos, sin duda habría convocado a una cadena nacional, en la que ensalzaría el “triunfo de la democracia”, de “la voluntad del pueblo” y probablemente haría uno que otro llamado meloso, aunque seguramente también profundamente hipócrita, “a la paz”.
En consonancia con la “línea oficial”, de allí en adelante, en esta hipótesis, todos los voceros oficiales vestirían sus mejores pieles de oveja para mostrarse al mundo como inocentes paladines del respeto a los resultados electorales. Se mostrarían “respetuosos”, por pura impostura, de la “nueva minoría” y nos invitarían de nuevo, como tantas veces ha ocurrido, a dejar de soñar con trochas y atajos (que nadie quiere, por cierto, y el 6D se demostró) y a seguirnos midiendo en elecciones dirigidas por el CNE que, en este ejercicio, seguiría siendo el “ejemplo para el mundo” de un Poder Electoral cristalino, moderno y perfecto.
Pasado un tiempo, se empezarían a escuchar también advertencias y juegos de palabras en los que, como tantas veces lo hizo en vida Chávez, nos recordarían a los disconformes que “la revolución es pacífica, pero está armada”. Quizás por unos días las aguas parecerían en calma, pero no tardarían mucho las herramientas del miedo en dejarnos claro que las cosas se quedarían como fueron anunciadas. Por las buenas o por las malas.
Imaginemos que aún siendo diciembre, ya cerrado el plazo constitucional para las sesiones ordinarias de la AN y en plenas vacaciones judiciales, la oposición, hipotéticamente derrotada, promoviera ante el TSJ y antes de la juramentación de los nuevos diputados acciones legales dirigidas a disfrazar de legitimidad “sesiones extraordinarias” para terminar de hacer lo que, por su propia desidia, no pudo hacer cuando tenía que hacerlo. Algo como, por ejemplo, terminar de designar a la carrera los magistrados del TSJ con una mayoría exigua que dista mucho de ser la que exige nuestra Carta Magna. Y todavía más, imaginemos que se le pidiera a la Sala Electoral que “habilitara el tiempo que fuese necesario” para impugnar los resultados electorales que nos resultaron adversos, solo porque ahora, el que habíamos pregonado como “sistema electoral más perfecto del mundo”, ya no nos parece tan maravilloso.
Las trompetillas, lengua afuera y con el pulgar en la nariz, que hubiésemos recibido serían tan sonoras y abrumadoras como las que derrumbaron los muros de Jericó.
También imaginen que los diputados derrotados, encabezados por ejemplo por Ramos Allup, hubiesen acudido a la AN a instalar, pese a que en la Constitución eso ni aparece, una supuesta “Asamblea Comunal” dirigida a usurpar las funciones de la AN recién electa, solo porque en ella no alcanzamos la mayoría que creíamos nuestra. O más allá, imaginen que mientras Capriles o cualquier líder opositor da un discurso sobre la derrota, viene un loquito y le dice que al que se rinda, pese a los resultados, hay que meterle “un pepazo en la cabeza”, tras lo cual, lejos de reaccionar como debe hacerlo un verdadero demócrata, lo que hace el aludido es sonreír, como si se tratase de una gracia.
Todos sabemos qué hubiera pasado. Las casas de estos opositores hubiesen sido allanadas de inmediato y, sin la menor duda, se hubiesen montado las acciones necesarias a meterlos a todos presos ipso facto por mostrar tanta osadía y tanto irrespeto contra nuestra Constitución, contra nuestras leyes y contra la voluntad del pueblo soberano.
Pero el rasero con el que los líderes oficialistas miden sus actos no es el mismo con el que miden los actos de la oposición. En esto, incluso siguiendo la definición de uno de los acérrimos intelectuales de la izquierda mundial, son profundamente hipócritas. Lo que los demás tenían que dar por “bueno”, porque les convenía, a ellos ahora les parece “malo”. Como las elecciones no les sirvieron, ahora son “dudosas”; como se sienten “traicionados” por el pueblo y como olvidaron de que eso de poner “la otra mejilla” tiene el inconveniente de que solo tenemos dos, hoy por hoy, a los derrotados, lo que haya decidido el pueblo, que no es bobo, o lo que digan la Constitución y la ley, les tiene absolutamente sin cuidado.
Siguen el ejemplo de Chávez, que aunque era mucho más hábil en las artes políticas de la simulación y el disimulo, jamás pudo ocultar que lo único que realmente le quitaba el sueño no era el bienestar de su pueblo, sino mantenerse en el poder “como sea”. ¿Nos suena? ¿O ya se nos olvidó que cuando perdió su reforma constitucional en 2007, de inmediato se jugó “las de Rosalinda” imponiendo luego lo que, al final, era lo único que en verdad le interesaba: La reelección indefinida?
Ojalá abran los ojos quienes así se manejan y quienes les hacen coro. Ojalá terminen de entender que las reglas del juego democrático previstas en nuestra Constitución son válidas y aplican para todos aunque, a veces, no nos den lo que queremos. La voluntad del pueblo, expresada pacíficamente a través del voto, se respeta. Nuestra Carta Magna, con todo y sus defectos, se respeta… Y como decía hasta el mismo Chávez (¿O ya se les olvidó?): “Dentro de la Constitución, todo. Fuera de ella, nada”.
Todo lo demás, pataletas incluidas, no es más que burda y muy peligrosa hipocresía.
CONTRAVOZ