Al “Conejo” lo conocí hace un tiempo. Tuve que visitar en el penal de San Antonio a un cliente y apenas pude entrar en la prisión uno de sus “luceros”, armado hasta los dientes, se me acercó y me indicó que al terminar mi visita, había alguien que “quería hablar conmigo”. Lo miré con suspicacia. Era la primera vez que iba a ese penal y no estaba seguro de cómo sería la dinámica ni creía que las autoridades me dejarían deambular libremente por ahí. Así se lo hice saber al sujeto.
“No se preocupe -me dijo el individuo- acá nos ocupamos de todo”.
Hizo una seña casi imperceptible y en un instante me habían instalado una cómoda mesa en el patio del penal, rodeado de instalaciones a los lados, que con sus hamacas colgando, sus perros echados y hasta con las mujeres y niños que por ahí andaban, pudieran pasar perfectamente por un caserío humilde. Al poco rato me habían servido un café y hasta almuerzo me ofrecieron mientras hablaba con mi cliente. A nadie se le ocurrió molestarnos. Solo un joven que por allí pasó con una bandeja hizo un aventurado intento de venderme unas empanadas (sí, además de todo lo que se ha visto en las redes, en el penal de San Antonio hay hasta vendedores ambulantes), pero bastó una gélida mirada de mi “custodio” para frenarlo en seco.
“Estas van por la casa doctor”, me dijo, mientras me ofrecía la bandeja que, sin mucha ceremonia, le había quitado al incauto vendedor. El joven forzó una sonrisa y se fue sin decir nada más. Estuvo a punto de “comerse la luz” y lo sabía. Más le valía simular amabilidad y aceptar la pérdida.
Al despedirme de mi cliente me advirtió que anduviera con cuidado. Era el “Pran” del penal el que quería verme.
Tras entrar a un pasillo que en una de sus paredes tenía pintada la conocida imagen del “conejito” de Playboy (ese era el símbolo de “El Conejo”), me anunciaron en un cuarto que más parecía una oficina grande que una celda. Tenía aire acondicionado, nevera, televisión con cable y una cama grande a un lado, pegada a la pared. A poca distancia había un escritorio mediano con una computadora. No vi armas, pero sí me sorprendió ver allí no menos de seis teléfonos celulares.
“Buenas tardes doctor -me saludaron- siéntese por favor”.
Volteé y vi detrás de mí a un sujeto gordo, de estatura regular y con un aire a lo “Tony Soprano”, entre afable y muy peligroso, que me extendía su mano. “Teófilo, mucho gusto”. Estreché su mano y me senté.
“¿En qué puedo ayudarle?”, le pregunté, al cabo de unos segundos en los que su mirada me recorrió como un scanner.
“Tú no sabes quién soy yo, pero yo sí sé quién eres tú”, me dijo, y de inmediato gritó, llamando a uno de sus “luceros”. “¿Ya le ofrecieron café al doctor?”, preguntó apenas entró el hombre, que sin dar respuesta salió y de inmediato volvió con otra taza de café. Durante ese breve silencio, no era para menos, algún atisbo de inquietud debí mostrar. “El Conejo” lo captó de inmediato.
“No te preocupes, ni acá ni en la isla te va a pasar nada -soltó- yo sé a quién viniste a visitar y también sé que te ocupas de los derechos humanos. Te he visto en la televisión. Solo quiero mostrarte cómo acá se mantiene la paz y ponerme a tu orden si necesitas cualquier dato de esta cárcel. Aquí no tenemos problemas”.
Hablamos cerca de media hora de las “mejoras” que él había hecho en la prisión. Me explicó cómo lo controlaba todo y también, sin entrar en detalles que tampoco le pedí, me contó que era él quien mantenía “derechito” a todo el mundo. Era evidente que la autoridad en el penal no la tenía el gobierno. “El Conejo” era el que mandaba.
“Acá nada pasa sin que yo lo sepa”, me dijo, y luego, ya insinuando su despedida, culminó: “Y así es mejor”.
Mientras salía me di cuenta de que no habíamos hablado sobre cómo se comunicaría conmigo. Así se lo hice saber al “lucero” que me acompañaba hasta la puerta.
“Tranquilo -me dijo- nosotros sabemos cómo ubicarte”.
Nunca me llamaron. Menos mal.
CONTRAVOZ/
Gonzalo Himiob Santomé