Si bien las raíces de este problema vienen de muy vieja data y no fueron corregidas en tiempos cuando el asunto era mucho más manejable, también es cierto que al día de hoy no ha hecho sino empeorar exponencialmente
El título de esta nota suena como un contrasentido; pero refleja una realidad del tamaño del Ávila. Lo único que tenemos seguro los venezolanos, en estos momentos, es la inseguridad.
Es el tema de conversación de todos en la actualidad, de quienes temen por sus seres queridos, de quienes son víctimas de un episodio delictivo, de quienes están cerca de alguien que ha sido asaltado o incluso ha perdido la vida en este miedo cotidiano que se nos instaló.
No hay día que no nos enteremos de protestas de comunidades o de profesionales del volante, ante el hartazgo de ser objeto de los azotes que accionan a sus anchas en el territorio nacional, sin que nadie pueda poner un coto efectivo a la situación.
Si bien las raíces de este problema vienen de muy vieja data y no fueron corregidas en tiempos cuando el asunto era mucho más manejable, también es cierto que al día de hoy no ha hecho sino empeorar exponencialmente. Y parece encaminarse hacia el caos ante la inacción de los responsables de detenerlo.
De nada han servido más de veinte operativos rimbombantes con sonoros nombres y que caen en el olvido en cosa de pocas semanas. Ni siquiera sumó mucho la loable iniciativa del plan desarme, implementado con medulares errores de concepción; y que, ante las colosales dimensiones del asunto, lució como el intento de apagar un incendio con una pistola de agua.
Tampoco parecen alcanzar mucho las más recientes OLP, que no solamente se ven desbordadas por la realidad; sino además han sido cuestionadas por su escasa regulación y por los colaterales abusos en derechos humanos, que las emparentan con antiguas redadas que han sido duramente criticadas por voceros de la administración actual, sin caer en cuenta que el pecado se repita sin mayores modificaciones.
Incluso, el recién estrenado estado de excepción, que se intenta vender como la panacea -una suerte de aceite de hígado de bacalao que sirve para todo- también trae supuestamente soluciones para un problema que no ha hecho sino engordar exponencialmente en los últimos quince años.
Eso, para no contar con otros problemas indirectos que debe enfrentar cualquier iniciativa de proteger a la población, como lo es el hecho del alto porcentaje de patrullas inoperantes debido a la falta de repuestos en el país para vehículos automotores.
Ya son cada vez menos los venezolanos que se crean expectativas con los anuncios de atacar el tema, que se van solapando unos con otros mientras las cifras de fallecidos por violencia aumentan y nos dejan muy mal parados en las estadísticas mundiales; aún a pesar del sub registro que existe, dada la desinformación que propician las fuentes oficiales y los obstáculos que encuentran medios de comunicación y organizaciones no gubernamentales para hacerle seguimiento al tema.
Del otro lado de la realidad, el número de escoltas en esta patria insegura, aumenta cada día, hasta situarse en casi diez mil, lo cual no solamente reafirma el alarmante nivel de inseguridad; además deja claro que solamente se pueden sentir protegidos quienes se pueden dar el lujo de pagar una custodia privada.
Desde este espacio hemos insistido reiteradamente en lo preventivo, que es la mejor manera de erradicar de raíz el problema; obviamente acompañado por lo punitivo. Sin embargo, en este sentido, nuestra nación parece aún más desvalida.
Educación, cultura, deporte, trabajo, todos son elementos que deben ser generados por las autoridades gubernamentales en alianza con la iniciativa privada.
Pero para ello, ambos actores sociales tiene que verse el uno al otro como complementarios y no como enemigos. La fractura de la sociedad es la brecha por donde se cuela el delito.
En cuanto a lo punitivo, hay quienes claman por el aumento de las penas, e incluso por la misma pena de muerte. Esto, para no hablar del repudiable acto de los linchamientos, que también ha venido aumentando ante la urgencia de hacerse justicia por mano propia. Hechos que merecen condena pero que también llaman a la pregunta: ¿por qué se originan? ¿Cuándo nos enfermamos tanto como colectividad?
Pero cabe preguntarse: ¿no es esto poner el carro delante de los caballos? Con policías mal pagados, que deben enfrentar a bandas con armamento de guerra, con un sistema judicial desbordado y colapsado que está muy lejos de poder enfrentar la desbordante situación; y por si fuera poco, con cárceles que son inexpugnables escuelas de delincuencia, que se hallan muy lejos de reeducar y reinsertar al privado de libertad.
Si las numerosas pérdidas de vidas que nos conmueven todos los días, no logran sentar a las fuerzas vivas del país hoy enfrentadas, nada lo hará. Y este es un paso clave para poder colocar toda la voluntad política de la dirigencia en salvaguardar la identidad de cada venezolano.
David Uzcátegui