Se podrá atajar por la fuerza a los venezolanos que requieran los bienes que están en el otro lado; pero la victoria moral es irreversible, para utilizar uno de esos vocablos de moda
Como si se despertara de un sueño, como si se abrieran las puertas hacia la realidad, un grupo de venezolanos tuvo la oportunidad de pasar en recientes fines de semana al otro lado de la frontera con Colombia, por el estado Táchira.
Ya redunda comentar lo que encontraron los conciudadanos que visitaron Cúcuta: abundancia y variedad de alimentos, gente atenta y amable, y por supuesto, un asombro internacional ante el volumen de gente que aprovechó la apertura del paso fronterizo.
Paso que, por cierto, ha estado cerrado por cerca de un año, en otra de esas medidas sin sustento cierto e impuestas verticalmente, distorsionando lo que ha sido por décadas la vida cotidiana de una de las fronteras más dinámicas del continente.
Esa división político-territorial de la mencionada región es tan necesaria como formal; pero se corresponde en muy poco con seres humanos que fluyen en ambos sentidos, y que tienen su vida entrelazada en ambos países. Por vínculos humanos, afectivos, por parentescos, por negocios, por todo lo que sustenta a una sociedad; que en este caso está dividida entre dos tierras.
Y esa línea viva que separa -o que une- a ambos países es el termómetro de que las cosas no funcionan en Venezuela. Expone de tal manera la atípica existencia que llevamos hoy los venezolanos, que hubo que forzar un cierre artificial, digno del Muro de Berlín, para atajar la realidad.
Y como sucedió con aquel anacrónico monumento de la tristemente célebre Guerra Fría, también se vino abajo. Al igual que en aquella ocasión, la presión ciudadana acabó con algo que no debió existir jamás.
En nuestra tierra, la prescindible separación cedió a una de las mayores fuerzas del universo: la de las madres en busca de alimento para sus pequeños. Esas mismas que relataron haberse organizado durante quince días, que se uniformaron de blanco y que se fueron hasta la línea fronteriza a insistir tercamente en su necesidad de comida y medicinas.
Una presión pacífica que terminó por hacer ceder a la autoridad y abrir esa puerta que no debería estar cerrada, máxime cuando el discurso oficialista habla tanto de integración latinoamericana. No es muy congruente que se ampute el tránsito en uno de los puntos que más nos integra con nuestros vecinos.
No hubo manera de seguir embargando a los tachirenses la posibilidad de traspasar la frontera y visitar el territorio hermano para abastecerse. Y nos referimos a que no hubo forma moral. No solamente porque las pioneras del primer día lograron acceder, sino porque regresaron con relatos demoledores: allá, del otro lado, no hay guerra económica.
Hay de todo, en variedad, para escoger y a precios inferiores a los vistos del lado venezolano, inflados exponencialmente por la inflación que trae todo control.
Del otro lado, en esa ciudad llamada Cúcuta, sí llegó el siglo XXI. No padecen las limitaciones que vemos de este lado, y para colmo, fueron excepcionalmente amables con los visitantes. Si alguien perdió en este particular intercambio, fue cualquiera que haya intentado sembrar discordia entre dos pueblos que son uno.
Y por si fuera poco, el epílogo asombra aún más. En días posteriores, la afluencia venezolana se multiplicó por decenas de miles en los momentos cuando se abrió el paso fronterizo.
La exposición de lo que sucedía quedó a la vista del mundo entero, porque fue una noticia de trascendencia internacional. Numerosos medios esperaban a los visitantes del lado colombiano del puente.
La multitud fue cubierta con drones que proporcionaron impactantes vistas aéreas e incluso se pudo ver desde Google Earth. En la era de la hiperinformación, intentar embargar una noticia es un ejercicio tan inútil como tratar de mantener agua en el puño.
Aunque por ahora se descarten nuevos pasos fronterizos, el impenetrable acorazado ya hace aguas. Ya sucedió, y más de una vez. Ya el Emperador quedó desnudo. Se podrá atajar por la fuerza a los venezolanos que requieran los bienes que están en el otro lado; pero la victoria moral es irreversible, para utilizar uno de esos vocablos de moda.
La apertura definitiva de la frontera también es clamor del otro lado de la línea y las voces son encabezadas nada menos que por la canciller María Ángela Holguin y por los comerciantes de Cúcuta. Lo que impone la realidad es que las cosas vuelvan a ser como antes; o incluso mejor que antes. Que se reconozcan fallos y errores y queden en el pasado.
Muros como el de Berlín son imposibles cuando nos acercamos aceleradamente a la tercera década de un nuevo siglo que avasalla todo experimento fallido de los cien años pasados. Las terquedades solamente prolongan la agonía y generan dolores inútiles y prescindibles. Estamos en cuenta regresiva para que las cosas sean como siempre han tenido que ser.