Vacaciones en el Metro
Como es de todos conocido, viajar en el subterráneo capitalino es adentrarse en un mundo tan desconocido como impredecible
7:00 pm
Aprovechando que se inician las vacaciones escolares y ante la creciente inflación tanto en alimentos como en medicinas y en todos los rubros básicos y no básicos de la vida diaria, Eduardo pensó que una opción viable para que su hijo se distraiga por estos días sería llevarlo al Metro de Caracas.
Como es de todos sabido, viajar en el Metro de Caracas es adentrarse en un mundo tan desconocido como impredecible.
Desde muy temprano comienzan las atracciones, si se pueden llamar así. Si no es una persona o un grupo cantando rap o reguetón, son un par de chamos cantando música venezolana, improvisando todos sobre la realidad de los pasajeros, siempre en busca de unas moneditas que les permitan obtener unos realitos extras.
Pero en el tren subterráneo no solo hay cantantes. En realidad hay de todo. Y a toda hora. Así como hay chamos vendiendo caramelos, chocolates “más baratos que en una panadería”, también se puede apreciar a un hombre sin ojos (que se quita los lentes oscuros y le muestra a todos sus párpados sellados); un señor obeso con un problema debajo de la barriga (que se sube aquella masa amorfa y le muestra lo que hay debajo a quien lo desee); y hasta un hombre sin piernas, gateando y pidiendo ayudas por todos los vagones.
En el sonido del subterráneo se escucha: “No apoyes a la buhonería”, y bla bla bla, en momentos en que te interrumpe un señor con cara de tristeza, pidiendo dinero porque le mataron un sobrino en Petare y no tiene con qué enterrarlo.
Eduardo, abismado, y a veces asustado, nunca le ve la cara a ninguna de esas personas, no hace contacto visual, y menos se interesa en ver los desmanes que ha hecho una enfermedad crónica a un diabético entre barriga y piernas.
En todo caso, si la censura la bajan a A (porque el obeso con diabetes y el señor sin ojos deben ser censura C), Eduardo está dispuesto a sacar a pasear a su hijo a un día de Metro.
2:00 pm
Pensando siempre que debe hacer su buena acción del día, Miguel sale de su casa y se dirige a su trabajo, muy orondo, contento, siempre con ganas de comerse el mundo.
Cuando está llegando a la parada, ve a una señora que a duras penas camina sola. Intentaba parar una unidad de transporte, pero sin suerte. “¿Cómo puede salir una persona así a la calle?”, pensó Miguel. “¿Es que no tiene hijos, un nieto, alguien que la acompañe?”, recriminó.
Embargado por la curiosidad, Miguel le saca la mano a un bus, pero cuando el chofer se percata de la viejita, acelera el paso.
Entonces, el buen samaritano decide parar un taxi. Al próximo “patas blancas” le sacó la mano y logró que se detuviera, tras preguntarle a la señora adónde iba. “Hermano, ¿usted me puede llevar a esta señora al hospital?”, le preguntó al taxista. “Sí, como no”, responde. “Son dos mil bolívares”.
Miguel, con el corazón henchido de orgullo, le pregunta a la señora si tiene plata. Y la respuesta le heló la sangre: “Hay mijo, yo lo tengo son 500 bolívares”.
Haciendo de tripas corazón, sacó la plata, pagó, agarró a la señora y ayudó a que abordara la unidad de taxi. La viejita prácticamente se lanzó, pero solo el cuerpo. Las piernas como que le quedaban afuera. Y Miguel tuvo que ayudarla.
Cuando todo aquel episodio terminó, el buen samaritano tuvo que buscar un cajero electrónico para sacar plata, porque todo lo que tenía en el bolsillo se lo dio al taxista. Más nunca ha sabido de la viejita.
9:00 pm
Cuando llegó a la parada, Alicia observó que había mucha gente esperando carro, al punto que la cola de los parados era más larga que la de las personas que esperaban pacientemente para irse sentados.
Llega la unidad y la gente se sube a los golpes, como puede, mientras el colector empieza a decir: “caminen hasta el final del pasillo, que hay bastante espacio; señora, epa, la de la blusa azul, échese un pelito más atrás para que entre más gente”, y la señora, molesta, le recrimina que no hay más espacio.
Pero eso parece no importar. Entren que caben cien. Tanta es la insistencia del colector, que la gente se apretuja entre los asientos y los sentados. Alicia, incómoda, viaja con un codo en su costilla y oliéndole el mal aliento a un señor que parecía se había tomado todo el aguardiente del mundo y no se tambaleaba porque no había para donde.
El borrachín, al final, tuvo la ocurrencia de la noche: “coño, vale, mejor dile a todos que nos abracemos y ya, para que entre más gente”. Y, mientras los demás reían, Alicia arrugaba la cara de solo pensar en esa posibilidad.
“Si no es una persona o un grupo cantando rap o reguetón, son un par de chamos cantando música venezolana, improvisando todos sobre la realidad de los pasajeros, siempre en busca de unas moneditas que les permitan obtener unos realitos extras…”