A pesar de haber vivido durante 12 de estos últimos 17 años la bonanza petrolera más alta y más larga de toda nuestra historia, la economía venezolana está hoy destruida en su capacidad de producir bienes y servicios y en su capacidad de generar empleos de calidad y bien remunerados
Hay una expresión popular que pretende ser jocosa, pero en realidad es resignada, según la cual «en Venezuela la vaina está buena, pero mal repartida». Quienes llegaron al poder en 1999 creían firmemente eso, y pensaron que simplemente repartiendo «la vaina» de manera distinta, es decir, la renta petrolera, podrían producirse cambios positivos y sostenibles en la calidad de vida, que nos llevarían a vivir en el paraíso marxista llamado «Justicia Social». El resultado fue al revés: a pesar de haber vivido durante 12 de estos últimos 17 años la bonanza petrolera más alta y más larga de toda nuestra historia, la economía venezolana está hoy destruida en su capacidad de producir bienes y servicios y en su capacidad de generar empleos de calidad y bien remunerados, mientras nuestra sociedad conoce el hambre y la enfermedad que creía haber superado en las primeras décadas del siglo XX.
Nadando en una marejada de dinero producto de los altísimos precios internacionales del petróleo que estuvieron vigentes hasta septiembre de 2014, y sin los controles institucionales y sociales que procuraran una administración medianamente profesional de tales recursos, la alta burocracia estatal se convirtió en la más corrupta del planeta, completándose así la tenaza capaz de convertir en miserable a Venezuela: por un lado, un modelo económico que ya no solo es rentista sino que -al adquirir a partir de 1999 el sesgo socialistoide que lo convierte en enemigo de la iniciativa privada- se transformó en exclusivamente rentista, es decir, en enemigo de la generación de riqueza a través del trabajo, y por ello inclinado a la reproducción y distribución de pobreza; por otro, una alta burocracia hiper-corrupta, cazadora de la renta petrolera que en teoría (y solo en teoría) «ahora es del pueblo».
Fue esa combinación de modelo económico agotado, de prejuicio ideológico tóxico y de clase política extremadamente corrupta lo que nos hizo llegar a este llegadero, a esta Venezuela sin alimentos en los mercados y sin medicinas en las farmacias. Durante 14 de estos últimos 17 años, la combinación de petrodólares abundantes y liderazgo carismático irresponsable hizo que este deterioro acentuado describiera una lenta espiral descendente, que mucha gente terminó percibiendo como parte de una nueva «normalidad». Pero los dos ingredientes del coctel “normalizador” desaparecieron casi simultáneamente: En marzo del 2013, el gobierno anuncia el fallecimiento del presidente Chávez, y desaparece con él la capacidad discursiva del régimen de justificar lo injustificable; en septiembre de 2014 caen los precios internacionales del petróleo, anulando de esa manera la capacidad del régimen de encubrir a realazos sus ineficiencias…
Es así como entramos en la etapa madurista. Maduro no preside exactamente un gobierno, sino una catástrofe sin caretas ni atenuantes. Ya el dinero no alcanza para la corrupción y para financiar las importaciones. La cúpula corrupta tenía al cierre del 2014 tres requerimientos: su propio bolsillo, la deuda externa y las necesidades de la gente… Y decide sacrificar a la gente. Es así como en los últimos tres años se generalizan las colas, la muerte por falta de medicamentos, el control del territorio por los pranes. Los intentos del régimen de mantener la “sensación” de normalidad se estrellan contra la realidad. Ni reprimiendo la oposición, ni diciéndole al pueblo chavista que “Maduro es el hijo de Chávez”, logran encubrir el desastre. Lo que antes era una lenta espiral de deterioro se transforma en una veloz caída libre. Por eso pierden las elecciones del 6D, y por eso las encuestas revelan hoy que ocho de cada diez venezolanos quieren a Maduro fuera del poder. Así están las cosas cuando llegamos al 1 y 2 de septiembre de 2016…
El primero de septiembre, en La Toma de Caracas, la Unidad Democrática demuestra no solo que somos mayoría, sino que somos una mayoría con control, apegada a una estrategia de cambio pacífico, con un liderazgo responsable capaz no de “surfear” el descontento sino de conducirlo. El 2 de septiembre Maduro demuestra en Villa Rosa que no es capaz de gobernar ni sus emociones ni sus reacciones, y que tiene dificultad para dirigir incluso a sus más inmediatos colaboradores, incluyendo a sus anillos de seguridad. La suma de ambos efectos es contundente y clara: Maduro no está en control de la situación; La Unidad demostró que si puede hacerlo.
Estamos, pues, en plena crisis de gobernabilidad. Al caos económico y al profundo malestar social se suma ahora la certeza de que el gobierno no esta en control ni de si mismo. Una situación muy peligrosa, porque puede ser el momento esperado por los pescadores en río revuelto, por los “tiradores de paradas”, buscadores de atajos y demás oportunistas, sobre todo de aquellos que (por tener cuentas pendientes con la justicia, dentro y fuera del país) temen que una solución electoral implique la pérdida de impunidades e inmunidades. Ante esta situación, la única posición responsable es acelerar la construcción de la solución electoral, acudiendo a la fuente primaria de toda legitimidad, que es la voz del soberano, en una consulta electoral adelantada que tiene asidero en el artículo 72 de nuestra Constitución, que establece el derecho del pueblo a convocar un Referendo Revocatorio.
Queda claro entonces: en esta Venezuela post Toma de Caracas y marcada por el #EfectoVillaRosa, los únicos beneficiados por la estrategia de retrasar el RR son los golpistas. Esos, por cierto, que buscan envenenar aún más el clima político acentuando la represión, deteniendo alcaldes y persiguiendo dirigentes políticos, aunque para ello deban pasar por encima de la Fiscalía General de la República y desairar públicamente a la Defensoría del Pueblo. La disyuntiva está frente al país: o Referendo Revocatorio 2016, con garantías para los actores, con una visión clara y compartida de que el país post cambio tiene que ser una Venezuela en la que quepamos todos y en la que todos podamos convivir, o el golpe de Estado continuado de quienes solo violando la Constitución pueden permanecer en el poder.
La inmensa mayoría de los venezolanos, esa que quiere cambio seguro y en paz, se impondrá a los minúsculos grupos que fantasean con “un sangrero”. La nueva mayoría nacional está demostrando que es capaz de liderar una transición a la democracia en paz, y un proceso de reconstrucción nacional inclusivo y solidario. Lo que viene no es la violencia de los revanchistas ni la de los que buscan extender su impunidad. Aquí lo que viene es convivencia, reconciliación y progreso para todos. ¡Para allá es que va vamos! ¡Pa’lante!
RADAR DE LOS BARRIOS / Jesús Chúo Torrealba