Afuera todo el mundo estaba viendo la cuestión…
8:00 pm
Cheo, un conductor que transita a diario las vías de Guarenas y Guatire, para allá y para acá, siempre anda precavido con los ataques del hampa, no se cansa de ver la cara, escrutar todo lo que puede, a cuantas personas se suben a su unidad.
Pero siempre hay riesgos. Recientemente, en la ruta hacia Guarenas, tres hombres que se montaron en Valle Arriba e incluso pagaron sus pasajes, le hicieron pasar un mal día. A él y a los pasajeros.
«Esto es un atraco», dijo uno de los antisociales, sin pena, sin capucha, cara fresca y todo. «Quítense todo, entreguen teléfonos, todo lo que tengan», gritó. «Y si paso por los puestos y veo que alguien está escondiendo algo, le doy un tiro», vociferó.
La tensión en la unidad de transporte se podía cortar con un cuchillo. A Cheo le dijeron que bajara la velocidad y que siguiera el camino tranquilo, sin hacer nada extraño.
Los pasajeros se despojaron de sus pertenencias, fueron entregando teléfonos, cadenas, relojes, dinero, de todo. Un señor ofreció su bolso y uno de los ladrones se molestó. «Yo no quiero bolso, vale, dame tu teléfono es lo qué», y lo agredió verbalmente.
Cheo veía por el rabito del ojo, queriendo hacer algo, pero sabiendo los riesgos que corría.
En una de esas, en un descuido, la unidad hizo un movimiento brusco y uno de los ladrones perdió el equilibrio y se le cayó el arma. Cheo frenó y le saltó encima. Y los pasajeros le cayeron a los otros dos. Los desarmaron, los golpearon, los amarraron. Se pusieron de acuerdo para saber qué hacían con ellos, qué hacían para drenar aquella arrechera.
Reducidos los hampones, pasado el susto, algunos de los pasajeros dejaron salir su angustia con rabia, con mucha rabia.
«Vamos a entregarlos en la Guardia Nacional», propuso Cheo. Y varios pasajeros asintieron. Al final lo decidieron y se dirigieron hacia el comando ubicado a la salida de Guarenas, en el cementerio Jardines El Cercado.
12:00 m
A plena luz del día, sin esconderse, dos maleantes llegaron a un local ubicado frente a la parada de transporte Guatire-Las Casitas, bastante cerca del centro de la capital del municipio Zamora del estado Miranda.
Los tipos sacaron sus armas y encañonaron al chamo que estaba en el local, lo dominaron, lo metieron a un baño y bajaron la santamaría.
Afuera todo el mundo estaba viendo la cuestión. Algunos incluso salieron corriendo a buscar a la policía, pero si suerte, no había un oficial cerca ni para remedio.
Mientras, la conmoción era total. No se escuchaba nada, pero todo el mundo esperaba lo peor. Nadie se atrevía a intervenir.
Al rato se abre la santamaría, los choros salen con las armas en sus manos, se las meten en la cintura y se retiran del lugar caminando, sin correr, sin huir de nadie, orondos.
Inmediatamente los choferes, los barberos de al lado, y los zapateros que trabajan cerca, entraron al local buscando al muchacho y lo hallaron amarrado en el baño. Contó que lo robaron, lo golpearon, lo amenazaron.
La impotencia hizo presa de todos los presentes, tanto por la acción delictiva como por no encontrar a un policía cerca.
4:00 pm
Ya en el comando de la Guardia Nacional, tanto Cheo como los pasajeros esperaban que los atendieran. Unos perdieron el día de trabajo, otros dejaron de ir a la universidad, algunos dejaron de hacer sus diligencias. Pero la razón era válida: hacer que esos tipos pagaran por sus fechorías.
Cuando por fin los recibieron, los guardias metieron a los muchachos al comando y les explicaron a los pasajeros que tenían que formular la denuncia para poder proceder legalmente. Unos arrugaron, por el tiempo que se pierde en esos asuntos, pero al final entre todos consignaron un documento para que apresaran a los hampones.
Satisfechos, salieron del lugar, ya para sus casas, porque esa hora para dónde. Y con aquel susto lo mejor era irse a descansar, agradeciendo a Dios que no pasaron por una más fea.
«Al rato se abre la santamaría, los choros salen con las armas en sus manos, se las meten en la cintura y se retiran del lugar caminando, sin correr, sin huir de nadie, orondos…»
Edward Sarmiento
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