A muchos de nosotros a veces se nos va el ánimo en un suspiro, cuando no en un grito de rabia, cuando vemos impotentes que unos pocos, cobardes prevalidos de su poder y de las riquezas que nos han dilapidado, nos cierran una a una las puertas que dan a un porvenir venturoso y en paz
Gonzalo Himiob Santomé
No sé sus nombres, no los conozco, pero me siento orgulloso de ellos. De hecho, lo único que sé es que son alumnos del Colegio San Ignacio de Loyola de Caracas con el cual, desde niño, aunque no sé si eso siga siendo así, tengo una sana rivalidad porque soy egresado de La Salle La Colina, que era algo así como su “eterno contrincante” en cuanto evento deportivo se planteara. ¿Se acuerdan? Era en aquellos tiempos en los que lo que nos separaba, mejor sería decir “lo que no nos separaba”, era ser de un equipo deportivo o de otro, de aquellos tiempos en los que, finalizado un reñido y hasta acalorado partido de fútbol, de beisbol, o de basquetbol en mi caso, nos reconocíamos todos como iguales, como hermanos y amigos, y disfrutábamos de la tranquilidad de saber que a nadie se le ocurriría meterte preso o agredirte solo porque no compartieras su afición, sus colores o sus ideas.
Estos jóvenes, apenas saliendo de la adolescencia casi todos, nos dieron en estos tiempos aciagos una importante lección, que a mí me llegó en la forma de un video que ha rodado en las redes sociales de una asamblea que realizaron hace pocos días. Parece, de entrada, una nimiedad: decidieron suspender su famoso festival de gaitas previsto para este diciembre que se aproxima; pero no es tanto el hecho de la suspensión del evento, como las razones que exponen para hacerlo, lo que me llena de admiración por ellos y me confirma que, como lo he afirmado en otras oportunidades, con una juventud como la que se gasta Venezuela, nacida y curtida en la tragedia que ha sido para el país la “Revolución del Siglo XXI”, nuestro futuro no puede estar en mejores manos.
No están contentos con su decisión, es para ellos uno de los eventos más importantes del año, uno que seguro disfrutan tanto como lo disfrutábamos nosotros, los ahora “adultos contemporáneos”, cuando los vivimos, pero comienzan su exposición afirmando que este año lo que les toca, como jóvenes responsables que son, es “apostar por el país”. O lo que es lo mismo, poner a Venezuela por encima de sus anhelos y gustos personales. Pero aún van más allá: la lapidaria frase que justifica de entrada su actitud y su postura es que “el cambio empieza en nosotros”. Y pocas veces cinco palabras habían albergado tanta verdad junta.
Contextualicemos. Se trata de jóvenes que no superan los 18 años, es decir de ciudadanos que nacieron, como muy lejos, en 1998, cuando comenzó a no dudarlo la pesadilla que hoy a todos nos ahoga. Son jóvenes que solo han conocido esta Venezuela atribulada y conflictiva en la que vivimos; son jóvenes que no pudieron conocer nuestras calles ni nuestro país como los conocimos nosotros, libremente y sin andar continuamente mirando por encima del hombro, y que no saben lo que significa vivir en un país en el que el miedo no sea la regla. Cualquiera podría decir, y sería fácil que así fuera, que habiendo ellos nacido y crecido durante largos 18 años, bajo el ala oscura de la inseguridad, de la escasez, de la represión y de la intolerancia oficial, que ellos más bien deberían ser sumisos, callados, acríticos, algo así como esos tan cacareados “hombres nuevos” que pregona la “revolución”, pero ese tiro más bien ha salido por la culata: son, por el contrario, ciudadanos valientes, críticos e indomables, que aman y respetan a su país, así lo afirmaron también, por encima de todas las cosas.
Ellos no se amilanan, y nosotros estamos obligados a honrar su lozana valentía. Los escucho, como escuché en su momento a los que lideraron aquella generación estudiantil que en 2007 cambió el destino del país, y me convenzo de que hoy más que nunca no hay cansancio ni excusa que valga. Es verdad, a muchos de nosotros a veces se nos va el ánimo en un suspiro, cuando no en un grito de rabia, cuando vemos impotentes que unos pocos, cobardes prevalidos de su poder y de las riquezas que nos han dilapidado, nos cierran una a una las puertas que dan a un porvenir venturoso y en paz, pero jóvenes como estos, con su ejemplo en defensa de ese futuro del que son dueños indiscutibles, nos deben llamar a la reflexión. A final de cuentas, toda nuestra lucha es por ellos, por nuestros hijos, y si la batalla deja en nosotros heridas y cicatrices, algunas incurables e indelebles, que sean éstas las insignias que orgullosos mostremos al mundo cuando, al final de la ordalía, cada vez más cercano por cierto, debamos con la frente en alto rendir cuentas a quienes vendrán después de nosotros a recoger el testigo y a disfrutar y proteger la libertad que a nosotros nos ha sido, por ahora, arrebatada. Mejor eso que cargar las culpas del letargo y de la apatía, mejor eso que claudicar o rendirse que es también, en situaciones como las que padecemos, una forma de morir.
“Comencemos por cambiar nosotros para poder cambiar el país”, nos dicen los jóvenes. Es a la vez su afirmación y su reclamo. Y es verdad, cada cual en su espacio, cada cual en su arena, cada quien con su esfuerzo y su sacrificio, por pequeño que parezca, puede hacer de esa suma de aparentemente ínfimos granos una inmensa e imbatible montaña. Cambiar un país no es solo cambiar de gobierno, es cambiar de mentalidad, es dejar de pensar que la solución a nuestros problemas está afuera de nosotros y empezar a buscarla adentro, en nuestro ánimo, en nuestras almas, allí donde se alberga, como lo albergan estos jóvenes, el orgullo de ser, como lo es todo venezolano, un hijo de la independencia y de la libertad.