Por quinta vez en 48 años se presenta la obra El pez que fuma, de Román Chalbaud. En esta ocasión, la Compañía Nacional de Teatro la produce y la dirige Ibrahím Guerra, quien respondió así a nuestras preguntas.
–¿Por qué esta pieza?
–Estoy plenamente convencido de que es importantísima para entender el teatro venezolano de todos los tiempos; especialmente, el que Roberto Lovera De Sola denomina la Segunda Modernidad, que, para mí, es la definitiva. Fueron César Rengifo desde la epopeya histórica venezolana, y Román Chalbaud, desde la lacerante realidad de la Venezuela urbana, capitalina, poblada de autopistas, de construcciones arquitectónicas, pero poseedora también de un inframundo en el que la venezolanidad se vio atrapada en involuntarias circunstancias sociales. Por un lado, se confrontó con la opulencia, y, por otro, las hizo propias desde espacios a los que solo llegaba el resplandor de una riqueza inesperada a través de billetes fraudulentos. El pez que fuma registra una esencia de permanencia, de resistencia a un presente y a un futuro avasallantes, que arrasaban con todo lo existente. Todo debía cambiar. Las leyes regulares ya no servían para nada. El parasistema se impuso como una necesidad, y funcionaba al margen, pero mejor que el oficial. El pez que fuma es un burdel, en el que, bajo el riguroso control de un ente superior, oculto en los cajones electorales, que desde la oscuridad maneja con hilos invisibles la conducta de seres proscritos que, al desnudo, exponen sin control alguno todas sus emociones. Es, sin lugar a dudas, una gran pieza de teatro.
–La metáfora escénica presenta a una prostituta, dueña del burdel, acosada por las leyes y por los mismos malandros. ¿Cómo explica esa situación en estos tiempos?
–Hay quien dice, por ejemplo, que la contextualización no está en el ambiente del burdel de la obra, sino en la prostituta que lo regenta, La Garza, mujer de sino trágico, que sucumbe a sus propios deseos y a sus pasiones. Vista así, sí podría decirse que es en sí misma un contexto de lujuria, de mando, y, a la vez, que de entrega, de posesión. Regenta, ordena, y a la vez la vencen sus pasiones. Siente pena, pero puede ser dura, severa. Frágil en su piedad, resulta trágica, porque sabe que tiene una finalidad mortal que delimita su existencia. Como el país, y en esto, la pieza es verticalmente venezolana, mezcla de manera imperceptible, el drama, la comedia y la tragedia. Las situaciones pasan vertiginosamente de un género a otro, marcando una dinámica dramática excepcional, desarrollada sobre un lenguaje escénico de gran pureza. Posee una evolución argumental técnicamente impecable. Propio de todas las piezas de Román.
–¿Tiene vigencia ese texto o ha sido superado?
–La obra ocurre en 1968, y no sé si por estrategia o por picardía dramatúrgica, específicamente, el 10 de octubre, día del nacimiento de Román en Mérida, año 1931. Esto demarca, ya de por si, un contexto histórico, y, desde luego, social. Pero la obra no habla ni se recrea en la historia patria. Se desarrolla dentro de su propia circunstancia argumental. Esa época, siendo la obra estrictamente criolla, se desarrolla dentro de una Venezuela resplandeciente por el brillo petrolero, que vivía en la abundancia, en la riqueza, en el derroche. Es significativo que a una de las paredes del burdel le hayan crecido hongos. Este y otros detalles hablan claramente de que se trata de una casa gastada, empobrecida y marginal, en medio de ese mundo de oropel. De otro aspecto de esa riqueza bullanguera y trivial de la Venezuela de los sesenta, pero sus personajes no están dentro de esa mecánica oficial, enriquecida, que caracteriza el medio social que los circunscribe. Están marginados, por lo que no es difícil suponer que posean sus propias formas de vida. Conforman una especie de Estado paralelo, que tiene sus leyes y normas, y en el que la economía se rige por las cifras escritas en papelitos en los que se anotan los consumos de los clientes del burdel. La Garza, la dueña, los contabiliza y administra. No es una economía formal, es un parasistema administrativo propio, en el que está prohibido que las putas firmen vales, pero que, sin embargo, y a la usanza del Estado oficial, se hacen, para extraer, a escondidas de la dueña, dinero de la caja registradora, valga decir, de las arcas del burdel. Hay muchísimas señales en la pieza, de que pudiera pensarse que se trata de una recreación firme de una situación país. En el tráfico de influencias, en el ejercicio del poder a través del sexo, de las relaciones y tratos sobre colchones desvencijados y manchados de sangre seca. Todas podrían identificar a una Venezuela que luce corrompida, sin historia. En este sentido, si se puede decir que la obra marca un momento histórico.
Doble elenco
“Delicioso, pero sumamente difícil, ha sido trabajar con dos elencos. La Compañía Nacional de Teatro convocó a pruebas a quienes quisieran participar en ella. Aparte de dos actrices, Aura Rivas y Francis Rueda, quedaron en el elenco estable unas 30 personas. En este sentido, me tocaba a mí seleccionar a quienes considerara adecuados para interpretar la pieza de Román. Tomé una decisión drástica, que fue aceptada por los directivos, de que todos la hicieran. Ya yo tenía en mente a Francis para La Garza, a Aura para La Argentina, y a un hombre de teatro que admiro, Antonio Cuevas. A estos tres personajes les creé nuevas circunstancias argumentales para, si cabe, robustecer y afianzar aún más sus discursos dramáticos. Para mí, estos tres intérpretes eran imprescindibles, y, en los tres casos, por fortuna, en el elenco estaban Daifra Blanco, Norma Monasterios y Trino Rojas, que también se encuadran perfectamente en esos personajes. La exacerbada teatralidad de Andy Pérez, Jesús Hernández y Ludwig Pineda encajaban perfectamente dentro de lo que me propuse. Citlalli Godoy y Larry Castellanos desarrollaron una dificilísima construcción de El Ganzúa. Keudy López fue una verdadera sorpresa, no lo conocía; él, además, es el encargado de realizar los arreglos y de la interpretación al piano de los segmentos musicales del montaje, que dirigen Norma y Jesús. Los acompañan Francisco Aguana, quien creó una característica para componer El Robin, y Arturo San no solo interpreta varios personajes, sino que, además, me ayuda en la dirección del batallón. Juliana Cuervo y María Tellis interpretan a la Marlene de la obra. Dentro de la maestría de los actores del elenco, ninguno contaba con las características de pubertad que requieren dos personajes, Juan y Selva María. Citamos a cuatro actores que forman parte del emergente, Ángel Pelay, Nitay La Cruz, Marcela Lunar y Oriana Martins, para escoger a esos dos intérpretes. Los dejamos a los cuatro. Pero la verdadera sorpresa para mí fue Jean Manuel Pérez. Si de alguien pudiera decir que es un intérprete integral, es de él. Su larga trayectoria en la danza, en la música, siempre en roles dramáticos, le otorgan las características para interpretar al nada fácil Jacinto, que emblematizó tanto en el teatro como en el cine, el legendario José Salas. Con este doble elenco me siento en mis orígenes”.
COLUMNA EL ESPECTADOR / E.A. Moreno-Uribe