Por sexta vez se monta el ácido texto de Román Chalbaud. Se le llevó a Maracay y en Caracas se mostrará después del carnaval
El jueves 11 de julio de 1968, a las 8 pm en el teatro Alberto de Paz y Mateos, sede del Nuevo Grupo, se estrenó la comedia El pez que fuma, comandada por su autor Román Chalbaud. Nadie sospechaba lo que iba a pasar con esa obra a lo largo de las cinco décadas siguientes: como consecuencia de su calidad se le han hecho otras cinco versiones escénicas y una película, estrenada en 1977.
A casi cinco décadas de su irrupción, El pez que fuma se le lleva a escena de nuevo en versión del director Ibrahim Guerra, y se le estrena el 17 de febrero de 2017 en el Teatro Teresa Carreño, con un elenco de la Compañía Nacional de Teatro, integrado por Francis Rueda, Luis Domingo González, Jesús Hernández, Francisco Aguana, Larry Castellanos, Juliana Cuervos, Citlalli Godoy, Keudy López , Andy Pérez, Jean Manuel Pérez, María Alejandra Tellis, Marcela Lunar, Ángel Pelay y Aura Rivas.
Cuento y burdel
El pez que fuma, es, pues, un próspero bar de copas y prostíbulo, administrado por La Garza, quien confía en su amante de turno, Dimas, para que deposite las ganancias en el banco; pero este es un dilapidador del dinero ajeno y además la engaña con otras meretrices. Desde la cárcel, Tobías, examante de La Garza, conspira, y le manda un Judas (Juan), quien se encarga de emponzoñar todo y enamora a la patrona del burdel. Dimas no se deja sustituir tan fácilmente y mata, sin querer, a la codiciada dama; termina en la cárcel y deberá resolver su conflicto con Tobías. Pero el argumento es más denso, pues Chalbaud presenta a un exótico personaje, especie de astrónomo aficionado, quien sueña, junto con su compinche, un discapacitado, en viajar a los espacios siderales, para lo cual se ha inscrito en una cofradía. Son los únicos personajes puros, por así decirlo, quienes anhelan conocer otros países menos caóticos, pero más allá del burdel.
Chalbaud escribió sobre personajes que habitan o visitan un burdel, en este caso El pez que fuma, porque los prostíbulos son sitios donde, especialmente los hombres, drenan pasiones y tratan de conseguir por horas ese amor que se sale no solo por la boca. “Hay muchos sueños o anhelos que ahí se forjan o que naufragan. El poder y el amor son las dos grandes pasiones de los seres humanos y eso ahí está muy bien marcado o definido. Además, a todos nos atrae un burdel, porque en esos antros pasan muchísimas cosas. En estos tiempos hay otros sitios o espacios que han intentado sustituirlos, pero los lupanares siguen existiendo. El teatro es un espectáculo y los venezolanos son muy inteligentes y agarran todo lo que uno les dice y lo reitero yo que tengo más de medio siglo en estos avatares del teatro y el cine, además de la televisión”.
Por supuesto que debemos resaltar que en la versión de Guerra se recrean las acciones y los textos de tres personajes chalbaudianos para escenificar una estrujante subtrama, que corre paralela al esqueleto argumental central de La Garza y sus melodramáticos problemas amatorios con Dimas, Tobias y Juan. Esta audacia del versionista amplía la crítica del espectáculo a la situación de la mujer en el amor, en las relaciones familiares y en la prostitución por necesidad, al tiempo que cuestiona la conducta de un maestro de escuela, cliente promiscuo y borracho que fallece en una cama del prostíbulo durante una noche loca, precipitando el epílogo de esa fiesta lúdica y erótica que es la pieza de principio a fin, especie de mini carnaval que se desarrolla dentro un espacio que a su vez funge de cárcel.
La pieza termina con el reemplazo de gerentes y dueños, el nuevo amante, sobreviviente, se desposa con una meretriz que está preñada y parirá pronto, para proseguir así con los servicios de El pez que fuma.
Toda esta historia teatral, con muy buen ritmo, se desarrolla en 120 minutos, no agota ni al público ni a los actores por la perfecta sincronización del espectáculo hiperrealista, todo un acierto del director y su amplio equipo de actores y técnicos.
Metáfora
El público puede disfrutar de los personajes y sus acciones lúdicas y cargadas de erotismo, una característica de esta producción, pero además puede ir más allá y buscarle significados a los personajes, como la dueña-gente del burdel, quien, como dice el director Guerra, “es mujer de sino trágico, que sucumbe a sus propios deseos y a sus pasiones. Vista así, sí podría decirse que es en sí misma un contexto de lujuria, de mando, y, a la vez, de entrega, de posesión. Regenta, ordena, y la vencen sus pasiones. Siente pena, pero puede ser dura, severa. Frágil en su piedad, resulta trágica, porque sabe que tiene una finalidad mortal que delimita su existencia”. Ella es símbolo de un país en el cual las mujeres llevan el control de los hogares y asumen el rol de los hombres cuando estos escapan o se hacen al lado y se asumen como inquilinos de sus propios hogares. La obra transcurre en 1968, el 10 de octubre, día del nacimiento de Chalbaud en Mérida, año 1931. Esto demarca un contexto histórico y social. Pero en la obra no se recrea la historia patria. Se desarrolla dentro de su propia circunstancia argumental. Ese espacio-tiempo es dentro de una Venezuela resplandeciente por el brillo petrolero, que vive la abundancia, la riqueza y el derroche. Da esa riqueza bullanguera y trivial de la Venezuela desde los sesenta hasta los finales de siglo XX. Hay muchísimas señales en la pieza de que pudiera pensarse que se trata de una recreación firme de una situación país. En el tráfico de influencias, en el ejercicio del poder a través del sexo, de las relaciones y tratos sobre colchones desvencijados y manchados de sangre seca. Todas podrían identificar a una Venezuela que luce corrompida, sin historia. En este sentido, sí se puede decir que la obra marca un momento histórico y advierte que algo puede pasar en algún momento o ya está pasando, como comenta el versionista y director Ibrahím Guerra.
EL ESPECTADOR / Edgar Moreno Uribe / @emorenouribe