Quien critica ahora a Luis Almagro y a la OEA de injerencismo por querer aplicar la Carta Democrática ante el rompimiento del hilo constitucional en nuestro país, fue el mismo que en el 2009 defendió a capa y espada su aplicación en Honduras
Se ha dicho, con razón, que todas las revoluciones -verdaderas o de pacotilla, como la que es objeto de estas líneas- tienen entre sus primeros objetivos exportar activamente sus ideales y políticas tanto a su entorno inmediato como a distantes recovecos del orbe. Un botón, aunque solo sea para llover sobre mojado: los bolcheviques no habían terminado de desalojar a Kerenski del Palacio de Invierno de Petrogrado cuando ya estaban llamando a los obreros de Alemania, Francia y toda Europa a sublevarse contra el capitalismo.
No ha sido distinto el caso de nuestra –mal llamada- revolución bolivariana. Desde su acenso al poder, Chávez empezó, amparado por los petrodólares, una vertiginosa carrera para promover a lo largo y ancho del continente sus confusos ideales decimonónicos, al igual que -a partir del 2007- la doctrina del socialismo del siglo XXI. El fogoso teniente coronel encontraría la fórmula de promover, bajo el ropaje de la democracia participativa y protagónica, un nuevo modelo de autoritarismo, que lograría sumar, a la vuelta de pocos años, un conjunto importante de países.
La fórmula fue sencilla: apoyar regímenes donde presidentes sin muchos escrúpulos sometieran progresivamente a los demás poderes, vulnerando progresivamente las libertades cívicas y políticas. Dentro de ese cuadro, el establecimiento de la reelección sería un paso indispensable para el establecimiento de la nueva cohorte autoritaria. Y para esto, Chávez dispuso de su generosa chequera petrolera, así como de las enormes comisiones en dólares, fruto de contratos concedidos a dedo a empresas como Odebrecht, además de los recursos del narcotráfico. El célebre caso de la maleta de Antonini Wilson en Argentina, en 2007, fue solo una muestra de estas actividades. Desde los Kirchner, pasando por Lula, Morales, Correa, Ortega, Piedad Córdoba, Ollanta Humala, e incluso, atravesando el Atlántico, Alexis Tsipras y Pablo Iglesias -entre muchos otros- fueron beneficiados en sus campañas electorales por el mesías llanero.
¿Y quién fue el brazo ejecutor de esas prácticas injerencistas de Chávez durante buena parte de ese período? Nicolás Maduro, su canciller desde el 2006 hasta el 2013. Quien critica ahora a Luis Almagro y a la OEA de injerencismo por querer aplicar la Carta Democrática ante el rompimiento del hilo constitucional en nuestro país, fue el mismo que en el 2009 defendió a capa y espada su aplicación en Honduras, cuando Manuel Zelaya, un derechista convertido repentinamente a la izquierda, fue destituido abruptamente de la presidencia por el Congreso de su país, por querer hacer, al margen de las leyes, un referéndum para convocar una Asamblea Constituyente, cuyo principal objetivo (oh, sorpresa!) era establecer la reelección presidencial.
Maduro es, sencillamente, un preso de sus palabras y de sus actos. A los pueblos americanos y sus gobiernos ya les acabó la paciencia con quien ha practicado por años la doble moral como política de estado.
Fidel Canelón F.
Profesor de la Escuela de Estudios Internacionales
FACES-UCV