Si bien es cierto en todo el mundo hay corrupción, siempre varía su extensión y se nota que en algunas naciones se difunde o democratiza rápidamente entre todos los niveles de la administración pública y sectores sociales
Freddy José Castellanos Brandes
Luego de conocidos el pasado año los sobornos en los cuales incurrió la poderosa empresa brasileña de construcción Odebrecht al financiar a dirigentes políticos en países de América Latina, denuncias en Brasil, Colombia, Ecuador, Perú y Venezuela tornan la atención sobre un tradicional problema de la región, que no es otro que la corrupción, como se conoce generalmente a los delitos en los cuales incurre un funcionario público al aprovecharse de su condición para favorecerse; bien sea a través de las llamadas coimas en Argentina, mordidas en México y guisos en Venezuela.
Si bien es cierto en todo el mundo hay corrupción, varía su extensión y se nota que en algunas naciones se difunde o democratiza rápidamente entre todos los niveles de la administración pública y sectores sociales. En este aspecto se aprecia que en los países desarrollados es practicada con cierta impunidad solo por las clases y grupos pudientes; es decir, políticos de alto rango y empresarios poderosos; pero en nuestros casos el mal permea impunemente desde la élite gobernante hasta los estratos más bajos del funcionariado y población en general, convirtiéndose en un serio obstáculo al desarrollo y, paradójicamente, aporta un apoyo tácito a la clase dirigente al compartir los administrados los mismos valores y conductas de sus incorregibles líderes. Frases comunes de algún país como: “cuanto hay pa’ eso”; “como quedo yo ahí”; y “hoy es viernes y el cuerpo lo sabe” son la evidencia de lo extendido del problema ético de nuestras sociedades.
Esta práctica social que sufre la mayoría de las naciones latinoamericanas, se ha convertido en una suerte de institución de perversas y seductoras actitudes, usada astutamente como estrategia en la búsqueda de estabilidad política y lograr legitimidad al obtener el apoyo de sectores claves de la sociedad, al propiciar, permitir, justificar y ocultar la corrupción. Con esta táctica, muchos gobiernos y políticos logran mantenerse en la cima del poder. En este sentido, la corrupción puede ser muy funcional para un sistema político, y según sea su signo, populista o elitista, la corrupción estará más o menos democratizada.
Tratando de comprender el fenómeno se hacen comparaciones y se adoptan metodologías, que, aunque criticadas por muchos gobiernos por calificarlas como injerencias malintencionadas, el problema que miden, la corrupción, es ampliamente percibido por la mayoría de sus ciudadanos y la desconfianza en las instituciones es la regla. De acuerdo al índice de transparencia, la región latinoamericana comparte los peores indicadores, propio de países que pudiéramos catalogar del tercer mundo o subdesarrollados, con déficits importantes de institucionalidad.
En resumen, podemos suponer que en países con aceptables índices de transparencia, institucionalidad y desarrollo, la corrupción mina su estabilidad y en otros sin estas cualidades, la corrupción facilita el control político a través de una turbia legitimidad y complicidad de la gran mayoría del tejido social.
Nota internacional
Pueblos indígenas
Néstor Manuel Cegarra Pérez
La situación actual de los pueblos indígenas en América Latina solo puede ser comprendida como el resultado histórico del proceso que comenzó con la llegada de los europeos hace más de cinco siglos, mediante el cual se les despojó de los territorios que habitaban, de sus espacios de reproducción social y cultural y también de su propia cultura, cosmovisiones y modos de vinculación con la naturaleza. Esta irrupción significó la pérdida de la “territorialidad política” de los pueblos indígenas del continente, de la soberanía sobre sus territorios e inauguró un ciclo de extensa duración histórica. No fue solo la maquinaria bélica la que ayudó a la ocupación europea del continente y el despoblamiento de sus históricos habitantes, sino también la carga de enfermedades (la viruela, el sarampión, el tifus, la fiebre amarilla y la malaria) que los europeos trajeron consigo, diezmando a las poblaciones originarias.